“pero si muere, da mucho fruto”
Pocas frases tan desafiantes y
provocativas como las que escuchamos hoy en el evangelio: «Si el grano de trigo
no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto».
El pensamiento de Jesús es claro. No se
puede engendrar vida sin dar la propia.. No, se puede hacer vivir a los demás
si uno no está dispuesto a «des-vivirse» por los otros. La vida es fruto del
amor, y brota en la medida en que’ sabemos entregarnos.
En la metáfora de Jesús, la muerte es la
condición para que se libere toda la energía vital que contiene el grano. El
fruto comienza en el mismo grano que muere. Así sucede también en la vida. El
don total de sí es lo que hace que la vida de un hombre pueda ser realmente
fecunda.
Los pensadores cristianos no han
distinguido siempre con claridad el sufrimiento que está en nuestras manos
suprimir, y el sufrimiento que no podemos nosotros eliminar.
Hay un sufrimiento inevitable, reflejo
de nuestra condición creatural, y que nos descubre la distancia que todavía
existe entre lo que somos y los que estamos llamados a ser. Pero hay también un
sufrimiento que es fruto de nuestros egoísmos e injusticias. Un sufrimiento con
el que los hombres nos herimos mutuamente.
Es natural que los hombres nos apartemos
del dolor, que busquemos evitarlo siempre que sea posible, que luchemos por
suprimirlo de entre nosotros.
Pero precisamente por eso, hay un
sufrimiento que es necesario asumir en la vida. El sufrimiento aceptado como
precio y consecuencia de nuestro esfuerzo por hacerlo desaparecer de entre los
hombres. «El dolor sólo es bueno si lleva adelante el proceso de su supresión»
(D. Sölle).
Es claro que en la vida podríamos
evitarnos muchos sufrimientos, amarguras y sinsabores. Bastaría con cerrar los
ojos ante los sufrimientos ajenos, y encerramos en la búsqueda egoísta de
nuestra dicha. Pero siempre sería a un precio demasiado costoso: dejando
sencillamente de amar.
Cuando uno ama y vive intensamente la
vida, no puede vivir indiferente al dolor grande o pequeño de las gentes. El
que ama se hace vulnerable. Amar a los hombres incluye sufrimiento,
«compasión», solidaridad en el dolor. «No existe ningún sufrimiento que nos
pueda ser ajeno» (K. Simonow).
Esta solidaridad dolorosa hace surgir
salvación y liberación para el hombre. Es lo que descubrimos en el crucificado:
sólo salva el que comparte el dolor, y se solidariza con el que sufre.
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