Reflexión
inspirada en el evangelio según san Juan 2, 13-25
No
conviertan en un mercado la casa de mi Padre.
Cuando Jesús entra en el templo de
Jerusalén, no encuentra gentes que buscan a Dios sino comercio religioso. Su
actuación violenta frente a «vendedores y cambistas» no es sino la reacción del
Profeta que se topa con la religión convertida en mercado.
Aquel templo llamado a ser el lugar en
que se había de manifestar la gloria de Dios y su amor fiel al hombre, se ha
convertido en lugar de engaño y abusos donde reina el afán de dinero y el
comercio interesado.
Quien conozca a Jesús no se extrañará de
su indignación. Si algo aparece constantemente en el núcleo mismo de todo su
mensaje es la gratuidad de Dios que ama a los hombres sin límites y sólo quiere
ver entre ellos amor fraterno y solidario.
Por eso, una vida convertida en mercado
donde todo se compra y se vende, incluso la relación con el misterio de Dios,
es la perversión más destructora de lo que Jesús quiere promover entre los
hombres.
Es cierto que nuestra vida sólo es
posible desde el intercambio y el mutuo servicio. Todos vivimos dando y
recibiendo. El riesgo está en reducir todas nuestras relaciones a comercio
interesado, pensando que en la vida todo consiste en vender y comprar, sacando
el máximo provecho a los demás.
Casi sin damos cuenta, nos podemos
convertir en «vendedores y cambistas» que no saben hacer otra cosa sino
negociar. Hombres y mujeres incapacitados para amar, que han eliminado de su
vida todo lo que sea dar.
Es fácil entonces la tentación de
negociar incluso con Dios. Se le obsequia con algún culto para quedar bien con
él, se pagan misas o se hacen promesas para obtener de él algún beneficio, se
cumplen ritos para tenerlo a nuestro favor. Lo grave es olvidar que Dios es
amor y el amor no se compra. Por algo repetía Jesús que Dios «quiere amor y no
sacrificios» (Mt 12, 7).
Tal vez, lo primero que el hombre de hoy
necesita escuchar de la Iglesia es el anuncio de la gratuidad de Dios. En un
mundo convertido en mercado donde nada hay gratuito y donde todo es exigido,
comprado o ganado, sólo lo gratuito puede seguir fascinando y sorprendiendo
pues es el signo más auténtico del amor.
Los creyentes hemos de estar más atentos
a no desfigurar a un Dios que es amor gratuito, haciéndolo a nuestra medida,
tan triste, egoísta y pequeño como nuestras vidas mercantilizadas.
Quien conoce «la sensación de la gracia»
y ha experimentado alguna vez el amor sorprendente de Dios, se siente invitado
a irradiar su gratuidad y, probablemente, es quien mejor puede introducir algo
bueno y nuevo en esta sociedad donde tantas personas mueren de soledad,
aburrimiento y falta de amor.
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