domingo, 18 de diciembre de 2016

EXPERIENCIA ÍNTIMA



Reflexión inspirada en el evangelio según san Mateo 1,18-24

El evangelista Mateo tiene un interés especial en decir a sus lectores que Jesús ha de ser llamado también “Emmanuel”. Sabe muy bien que puede resultar chocante y extraño. ¿A quién se le puede llamar con un nombre que significa “Dios con nosotros”? Sin embargo, este nombre encierra el núcleo de la fe cristiana y es el centro de la celebración de la Navidad.

Ese misterio último que nos rodea por todas partes y que los creyentes llamamos “Dios” no es algo lejano y distante. Está con todos y cada uno de nosotros. ¿Cómo lo puedo saber? ¿Es posible creer de manera razonable que Dios está conmigo, si yo no tengo alguna experiencia personal por pequeña que sea?

De ordinario, a los cristianos no se nos ha enseñado a percibir la presencia del misterio de Dios en nuestro interior. Por eso, muchos lo imaginan en algún lugar indefinido y abstracto del Universo. Otros lo buscan adorando a Cristo presente en la eucaristía. Bastantes tratan de escucharlo en la Biblia. Para otros, el mejor camino es Jesús.

El misterio de Dios tiene, sin duda, sus caminos para hacerse presente en cada vida. Pero se puede decir que, en la cultura actual, si no lo experimentamos de alguna manera dentro de nosotros, difícilmente lo hallaremos fuera. Por el contrario, si percibimos su presencia en nuestro interior, nos será más fácil rastrear su misterio en nuestro entorno.

¿Es posible? El secreto consiste, sobre todo, en saber estar con los ojos cerrados y en silencio apacible, acogiendo con un corazón sencillo esa presencia misteriosa que nos está alentando y sosteniendo. No se trata de pensar en eso, sino de estar “acogiendo” la paz, la vida, el amor, el perdón... que nos llega desde lo más íntimo de nuestro ser.

Es normal que, al adentrarnos en nuestro propio misterio, nos encontremos con nuestros miedos y preocupaciones, nuestras heridas y tristezas, nuestra mediocridad y nuestro pecado. No hemos de inquietarnos, sino permanecer en el silencio. La presencia amistosa que está en el fondo más íntimo de nosotros nos irá apaciguando, liberando y sanando.

Karl Rahner, uno de los teólogos más importantes del siglo veinte, afirma que, en medio de la sociedad secular de nuestros días, “esta experiencia del corazón es la única con la que se puede comprender el mensaje de fe de la Navidad: Dios se ha hecho hombre”.

El misterio último de la vida es un misterio de bondad, de perdón y salvación, que está con nosotros: dentro de todos y cada uno de nosotros. Si lo acogemos en silencio, conoceremos la alegría de la Navidad.

domingo, 11 de diciembre de 2016

GRITAR A DIOS



Reflexión inspirada en el evangelio según san Mateo 11,2-11

“Dichoso el que no se sienta defraudado por mí.”

No son agnósticos. Menos aún ateos. En el fondo de su corazón hay fe aunque hoy se encuentre cubierta por capas de indiferencia, olvido y descuido. Nunca han tomado la decisión de alejarse de Dios, pero llevan muchos años sin comunicarse con él.

Algunos desearían reavivar su vida, sentirse de otra manera por dentro, vivir con más luz. Incluso, hay quienes sienten necesidad de despertar de nuevo su fe. No es fácil. No tienen tiempo para dedicarse a estas cosas. Nunca tomarán parte en un grupo de búsqueda. Viven demasiado ocupados.

Hay algo, sin embargo, que todos podemos hacer ahora mismo, sin pensar en compromisos complicados, y es empezar sencillamente a comunicarnos con Dios de manera humilde y sincera. No conozco otro camino más eficaz para reavivar la fe.

No es lo mismo pensar de vez en cuando en la religión, discutir de Dios con los amigos y plantearse si habrá otra vida más allá de la muerte, o pararse unos minutos y decir desde dentro: «Creo en ti, Dios mío, ayúdame a creer».

No es lo mismo vivir agobiado por mil problemas y preocupaciones, sufrir día a día una enfermedad y seguir caminando sólo e incomprendido, o saber decir cada noche antes de acostarse: «Dios mío, yo confío en ti. No me abandones».

No es lo mismo sentirse lleno de vitalidad, disfrutar de buena salud y vivir satisfecho de los propios logros y éxitos, o saber alegrarse desde lo más hondo y decir: «Dios mío, te doy gracias por la vida».

Por otra parte, hay algo que no hemos de olvidar. Es importante cuestionarse la vida, reflexionar y buscar la verdad, pero nada acerca más a Dios que el amor. Decirle a Dios con frecuencia y de corazón «Yo te amo y te busco», nos va dando poco a poco una conciencia nueva de su Persona y de su presencia cariñosa en nuestra vida.

Se acerca la Navidad. Días de fiesta entrañable o jornadas de consumismo alocado. No es lo mismo vivirlas como sea o invocar a Dios desde el fondo de nuestro ser: «Dios mío, necesito que nazcas de nuevo en mi vida».


jueves, 8 de diciembre de 2016

COMO MARÍA






Reflexión inspirada en el Evangelio según san Lucas 1,26-38

En las cercanías de la Navidad celebramos la fiesta de María concebida sin pecado original. La liturgia nos presenta la figura de María acogiendo en gozo a Dios en su vida. Como subrayó el Concilio, María es modelo para la Iglesia. De ella podemos aprender a ser más fieles a Jesús y su evangelio. ¿Cuáles podrían ser los rasgos de una Iglesia más mariana en nuestros días?

Una Iglesia que fomenta la «ternura maternal» hacia todos sus hijos cuidando el calor humano en sus relaciones con ellos. Una Iglesia de brazos abiertos, que no rechaza ni condena, sino que acoge y encuentra un lugar adecuado para cada uno.

Una Iglesia que, como María, proclama con alegría la grandeza de Dios y su misericordia también con las generaciones actuales y futuras. Una Iglesia que se convierte en signo de esperanza por su capacidad de dar y transmitir vida.

Una Iglesia que sabe decir «sí» a Dios sin saber muy bien a dónde le llevará su obediencia. Una Iglesia que no tiene respuestas para todo, pero busca con confianza, abierta al diálogo con los que no se cierran al bien, la verdad y el amor.

Una Iglesia humilde como María, siempre a la escucha de su Señor. Una Iglesia más preocupada por comunicar el Evangelio de Jesús que por tenerlo todo definido.

Una Iglesia del «Magníficat», que no se complace en los soberbios, potentados y ricos de este mundo, sino que busca pan y dignidad para los pobres y hambrientos de la Tierra, sabiendo que Dios está de su parte.

Una Iglesia atenta al sufrimiento de todo ser humano, que sabe, como María, olvidarse de sí misma y «marchar de prisa» para estar cerca de quien necesita ser ayudado. Una Iglesia preocupada por la felicidad de todos los que «no tienen vino» para celebrar la vida. Una Iglesia que anuncia la hora de la mujer y promueve con gozo su dignidad, responsabilidad y creatividad femenina.


Una Iglesia contemplativa que sabe «guardar y meditar en su corazón» el misterio de Dios encamado en Jesús para transmitirlo como experiencia viva. Una Iglesia que cree, ora, sufre y espera la salvación de Dios anunciando con humildad la victoria final del amor.


domingo, 4 de diciembre de 2016

RECORRER CAMINOS NUEVOS



Reflexión inspirada en el evangelio según san Mateo 3,1-12

Por los años 27 o 28 apareció en el desierto del Jordán un profeta original e independiente que provocó un fuerte impacto en el pueblo judío: las primeras generaciones cristianas lo vieron siempre como el hombre que preparó el camino a Jesús.

Todo su mensaje se puede concentrar en un grito: “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Después de veinte siglos, el Papa Francisco nos está gritando el mismo mensaje a los cristianos: Abran caminos a Dios, vuelvan a Jesús, acojan el Evangelio.

Su propósito es claro: “Busquemos ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos”. No será fácil. Hemos vivido estos últimos años paralizados por el miedo. El Papa no se sorprende: “La novedad nos da siempre un poco de miedo porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos y planificamos nuestra vida”. Y nos hace una pregunta a la que hemos de responder: “¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido capacidad de respuesta?“.

Algunos sectores de la Iglesia piden al Papa que acometa cuanto antes diferentes reformas que consideran urgentes. Sin embargo, Francisco ha manifestado su postura de manera clara: “Algunos esperan y me piden reformas en la Iglesia y debe haberlas. Pero antes es necesario un cambio de actitudes”.

Me parece admirable la clarividencia evangélica del Papa Francisco. Lo primero no es firmar decretos reformistas. Antes, es necesario poner a las comunidades cristianas en estado de conversión y recuperar en el interior de la Iglesia las actitudes evangélicas más básicas. Solo en ese clima será posible acometer de manera eficaz y con espíritu evangélico las reformas que necesita urgentemente la Iglesia.


El mismo Francisco nos está indicando todos los días los cambios de actitudes que necesitamos. Señalaré algunos de gran importancia. Poner a Jesús en el centro de la Iglesia: “una Iglesia que no lleva a Jesús es una Iglesia muerta”. No vivir en una Iglesia cerrada y autorreferencial: “una Iglesia que se encierra en el pasado, traiciona su propia identidad”. Actuar siempre movidos por la misericordia de Dios hacia todos sus hijos: no cultivar “un cristianismo restauracionista y legalista que lo quiere todo claro y seguro, y no haya nada”. “Buscar una Iglesia pobre y de los pobres”. Anclar nuestra vida en la esperanza, no “en nuestras reglas, nuestros comportamientos eclesiásticos, nuestros clericalismos”.




domingo, 27 de noviembre de 2016

¿SEGUIMOS DESPIERTOS?



Reflexión inspirada en el evangelio según san Mateo 24,37-44
“Estén despiertos.”

Un día la historia apasionante de los hombres terminará, como termina inevitablemente la vida de cada uno de nosotros. Los evangelios ponen en boca de Jesús un discurso sobre este final, y siempre destacan una exhortación: «vigilen», «estén alerta», «vivan despiertos». Las primeras generaciones cristianas dieron mucha importancia a esta vigilancia. El fin del mundo no llegaba tan pronto como algunos pensaban. Sentían el riesgo de irse olvidando poco a poco de Jesús y no querían que los encontrara un día «dormidos».

Han pasado muchos siglos desde entonces. ¿Cómo vivimos los cristianos de hoy?, ¿seguimos despiertos o nos hemos ido durmiendo poco a poco? ¿Vivimos atraídos por Jesús o distraídos por toda clase de cuestiones secundarias? ¿Le seguimos a él o hemos aprendido a vivir al estilo de todos?

Vigilar es antes que nada despertar de la inconsciencia. Vivimos el sueño de ser cristianos cuando, en realidad, no pocas veces nuestros intereses, actitudes y estilo de vivir no son los de Jesús. Este sueño nos protege de buscar nuestra conversión personal y la de la Iglesia. Sin «despertar», seguiremos engañándonos a nosotros mismos.

Vigilar es vivir atentos a la realidad. Escuchar los gemidos de los que sufren. Sentir el amor de Dios a la vida. Vivir más atentos a su venida a nuestra vida, a nuestra sociedad y a la tierra. Sin esta sensibilidad, no es posible caminar tras los pasos de Jesús.

Vivimos inmunizados a las llamadas del evangelio. Tenemos corazón, pero se nos ha endurecido. Tenemos los ojos abiertos, pero no escuchamos lo que Jesús escuchaba. Tenemos los ojos abiertos, pero ya no vemos la vida como la veía él, no miramos a las personas como él las miraba. Puede ocurrir entonces lo que Jesús quería evitar entre sus seguidores: verlos como «ciegos conduciendo a otros ciegos».


Si no despertamos, a todos nos puede ocurrir lo de aquellos de la parábola que todavía, al final de los tiempos, preguntaban: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o extranjero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?»



domingo, 20 de noviembre de 2016

TODO TERMINARA BIEN



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 23,35-43

Acuérdate de mí.

Estadísticas realizadas en diversos países de Europa muestran que sólo un cuarenta por ciento de las personas creen hoy en la vida eterna y que, además, para muchas de ellas esta fe ya no tiene fuerza o significado alguno en su vida diaria.

Pero lo más sorprendente en estas estadísticas es algo que también entre nosotros he podido comprobar en más de una ocasión. No son pocos los que dicen creer realmente en Dios y, al mismo tiempo, piensan que no hay nada más allá de la muerte.

Y, sin embargo, creer en la vida eterna no es una arbitrariedad de algunos cristianos, sino la consecuencia de la fe en un Dios al que sólo le preocupa la felicidad total del ser humano. Un Dios que, desde lo más profundo de su ser de Dios, busca el bien final de toda la creación.

Antes que nada, hemos de recordar que la muerte es el acontecimiento más trágico y brutal que nos espera a todos. Inútil querer olvidarlo. La muerte está ahí, cada día más cercana. Una muerte absurda y oscura que nos impide ver en qué terminarán nuestros deseos, luchas y aspiraciones. ¿Ahí se acaba todo? ¿Comienza precisamente ahí la verdadera vida?

Nadie tiene datos científicos para decir nada con seguridad. El ateo «cree» que no hay nada después de la muerte, pero no tiene pruebas científicas para demostrarlo. El creyente «cree» que nos espera una vida eterna, pero tampoco tiene prueba científica alguna. Ante el misterio de la muerte, todos somos seres radicalmente ignorantes e impotentes.

La esperanza de los cristianos brota de la confianza total en el Dios de Jesucristo. Todo el mensaje y el contenido de la vida de Jesús, muerto violentamente por los hombres pero resucitado por Dios para la vida eterna, les lleva a esta convicción: «La muerte no tiene la última palabra. Hay un Dios empeñado en que los hombres conozcan la felicidad total por encima de todo, incluso por encima de la muerte. Podemos confiar en él.»

Ante la muerte, el creyente se siente indefenso y vulnerable como cualquier otro hombre; como se sintió, por otra parte, el mismo Jesús. Pero hay algo que, desde el fondo de su ser, le invita a fiarse de Dios más allá de la muerte y a pronunciar las mismas palabras de Jesús: «Padre, en tus manos dejo mi vida.» Este es el núcleo esencial de la fe cristiana: dejarse amar por Dios hasta la vida eterna; abrirse confiadamente al misterio de la muerte, esperándolo todo del amor creador de Dios.


Esta es precisamente la oración del malhechor que crucifican junto a Jesús. En el momento de morir, aquel hombre no encuentra nada mejor que confiarse enteramente a Dios y a Cristo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.» Y escucha esa promesa que tanto consuela al creyente: « Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»



domingo, 13 de noviembre de 2016

CON PERSEVERANCIA



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 21,5-19
“Con vuestra perseverancia...”

¿Desaparecerá un día lo que los hombres van construyendo con tanto esfuerzo, sudor y luchas? Los científicos no tienen la menor duda: la especie humana, el planeta Tierra, el sistema solar y las galaxias no existirán para siempre. Se discute si será por exceso de calor o de frío, pero un día todo terminará. La lejanía de este final no impide que nazcan en nosotros preguntas nada frívolas. Si esto es realmente así, ¿qué será de nuestra vida?, ¿cuál es el destino de la Humanidad?, ¿qué decir de ese Dios al que buscan e invocan las diferentes religiones?

Mientras tanto, en las sociedades modernas de Occidente, asentadas en el bienestar, no se quiere pensar en final alguno. Se vive por lo general desde una sensación de seguridad inamovible. A pesar de todos los conflictos y tragedias, el mundo siempre irá mejorando. No es imaginable la destrucción, sólo el progreso. Hablar del «fin del mundo» es cosa de pesimistas impenitentes o de visionarios apocalípticos.

Basta, sin embargo, un atentado terrorista como el del 11 de septiembre para que el mundo entero enmudezca y todo se tambalee. Ni el poder de los poderosos es tan poderoso ni la seguridad del progreso es tan indiscutible. De pronto parece que se nos desvela un poco más la inconsistencia del ser humano, su incapacidad para construir un mundo más digno y su impotencia para salvarse a sí mismo.

Se dice que «algo nuevo» ha comenzado. No parece que sea para mejor. Seguimos esclavos del viejo y perverso mecanismo de la «acción y reacción». Se justifica una vez más la guerra que mata a nuevos inocentes y no se piensa en dar un nuevo rumbo a la política mundial. De nuevo habrá victoria de los ganadores, pero no habrá ni más paz ni más justicia en el mundo. En las sociedades del bienestar «todo volverá a ir bien», pero en el mundo cincuenta millones de personas seguirán muriendo de hambre.


Las palabras de Jesús recogidas en lo que se llama «el apocalipsis sinóptico» son de un realismo sorprendente: la historia estará tejida de guerras, odios, hambres y muertes, y después llegará un día el Fin. Sin embargo, su mensaje es de una confianza increíble: hay que seguir buscando el reino de Dios y su justicia, hay que trabajar por un «hombre nuevo», hay que seguir creyendo en el amor. “Gracias a la constancia salvarán sus vidas”.




domingo, 6 de noviembre de 2016

AMIGO DE LA VIDA



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 20,27-38
“Un Dios de vivos.”

«Dios es amigo de la vida». Ésta era una de las convicciones básicas de Jesús. Por eso, discutiendo un día con un grupo de saduceos que negaban la resurrección, les confesó claramente su fe: «Dios no es Dios de muertos sino de vivos».

Jesús no se podía ni imaginar que a Dios se le vayan muriendo sus criaturas; que, después de unos años de vida, la muerte le vaya dejando sin sus hijos e hijas queridos. No es posible. Dios es fuente inagotable de vida. Dios crea a los vivientes, los cuida, los defiende, se compadece de ellos y rescata su vida del pecado y de la muerte.

Jesús no leyó nunca el libro de la Sabiduría, escrito hacia el año 50 a.C. en Alejandría, pero su manera de actuar con los pecadores y su mensaje acerca de Dios recuerdan una página inolvidable de este sabio judío que escribe así: «Tú te compadeces de todos porque lo puedes todo; cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. ¿Cómo conservarían su existencia si tú no los hubieras creado? Pero tú perdonas a todos porque son tuyos, Señor amigo de la vida».

Dios es amigo de la vida. Por eso se compadece de todos los que no saben o no pueden vivir de manera digna. Llega incluso a «cerrar los ojos» a los pecados de los hombres para que descubran de nuevo el camino de la vida. No aborrece nada de lo que ha creado. Ama a todos los seres; de lo contrario, no los hubiera hecho. Perdona a todos, se compadece de todos, quiere la vida de todos, porque todos son suyos.

¿Cómo no amamos con más pasión la creación entera? ¿Por qué no cuidamos y defendemos con más fuerza la vida de todos los seres de tanta depredación y agresión? ¿Por qué no nos compadecemos de tantos «excluidos» para los que este mundo no es su casa? ¿Cómo podemos seguir pensando que nuestro bienestar es más importante que la vida de tantos hombres y mujeres que se sienten extraños y sin sitio en esta tierra creada por Dios para ellos?


Es increíble que no captemos lo absurdo de nuestra religión cuando cantamos al Creador y Resucitador de la vida y, al mismo tiempo, contribuimos a generar hambre, sufrimiento y degradación en sus criaturas.


martes, 1 de noviembre de 2016

LA FELICIDAD NO SE COMPRA

DÍA DE TODOS LOS SANTOS



Reflexión inspirada en el Evangelio según san Mateo 5, 1-12ª

Nadie sabe dar una respuesta demasiado clara cuando se nos pregunta por la felicidad. ¿Qué es de verdad la felicidad? ¿En qué consiste realmente? ¿Cómo alcanzarla? ¿Por qué caminos?

Ciertamente no es fácil acertar a ser feliz. No se logra la felicidad de cualquier manera. No basta conseguir lo que uno andaba buscando. No es suficiente satisfacer los deseos. Cuando uno ha conseguido lo que quería, descubre que está de nuevo buscando ser feliz.
También es claro que la felicidad no se puede comprar. No se la puede adquirir en ninguna planta de ningún gran almacén, como tampoco la alegría, la amistad o la ternura. Con dinero sólo podemos comprar apariencia de felicidad.

Por eso, hay tantas personas tristes en nuestras calles. La felicidad ha sido sustituida por el placer, la comodidad y el bienestar. Pero nadie sabe cómo devolverle al hombre de hoy el gozo, la libertad, la experiencia de plenitud.

Nosotros tenemos nuestras «bienaventuranzas». Suenan así: Dichosos los que tienen una buena cuenta corriente, los que se pueden comprar el último modelo, los que siempre triunfan, a costa de lo que sea, los que son aplaudidos, los que disfrutan de la vida sin escrúpulos, los que se desentienden de los problemas...

Jesús ha puesto nuestra «felicidad» cabeza abajo. Ha dado un vuelco total a nuestra manera de entender la vida y nos ha descubierto que estamos corriendo «en dirección contraria».

Hay otro camino verdadero para ser feliz, que a nosotros nos parece falso e increíble. La verdadera felicidad es algo que uno se la encuentra de paso, como fruto de un seguimiento sencillo y fiel a Jesús.

¿En qué creer? ¿En las bienaventuranzas de Jesús o en los reclamos de felicidad de nuestra sociedad?

Tenemos que elegir entre estos dos caminos. O bien, tratar de asegurar nuestra pequeña felicidad y sufrir lo menos posible, sin amar, sin tener piedad de nadie, sin compartir... O bien, amar... buscar la justicia, estar cerca del que sufre y aceptar el sufrimiento que sea necesario, creyendo en una felicidad más profunda.

Uno se va haciendo creyente cuando va descubriendo prácticamente que el hombre es más feliz cuando ama, incluso sufriendo, que cuando no ama y por lo tanto no sufre por ello.

Es una equivocación pensar que el cristiano está llamado a vivir sacrificándose más que los demás, de manera más infeliz que los otros. Ser cristiano, por el contrario, es buscar la verdadera felicidad por el camino señalado por Jesús. Una felicidad que comienza aquí, aunque alcanza su plenitud en el encuentro final con Dios.




domingo, 30 de octubre de 2016

ACOGER



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 19,1-10

“Zaqueo... hoy tengo que alojarme en tu casa.”

No se puede comunicar de cualquier manera la Buena Noticia de Dios. Jesús lo hacía con un estilo inconfundible. La escena de Jericó es un claro ejemplo.

En la ciudad vive Zaqueo, un hombre al que todos juzgan sin piedad: es un pecador. Para Jesús es sencillamente una persona que anda «perdida». Precisamente por eso lo busca con su mirada, le llama por su nombre y le ofrece su amistad personal: comerá en su casa, le escuchará, podrán dialogar. Acogido, respetado y comprendido por Jesús, aquel hombre decide reorientar su vida.

La actuación de Jesús es sorprendente. Nadie veía en él al representante de la Ley, sino al profeta compasivo que acogía a todos con el amor entrañable del mismo Dios. No parecía preocupado por la moral sino por el sufrimiento concreto de cada persona. No se le veía obsesionado por defender su doctrina, sino atento a quien no acertaba a vivir de manera sana.

No caminaba por Galilea en actitud de conquista. No imponía ni presionaba. Se ofrecía, invitaba, proponía un camino de vida sana. Sabía que la semilla podía caer en terreno hostil y su mensaje ser rechazado. No se sentía agraviado. Seguía sembrando con la misma actitud de Dios que envía la lluvia y hace salir su sol sobre todos sus hijos: buenos y malos.

En ciertos sectores de la Iglesia se está viviendo con nerviosismo y hasta crispación la pérdida de poder y espacio social. Sin embargo, no es una desdicha que hemos de lamentar, sino una gracia que nos puede reconducir al Evangelio.

Ya no podremos ser una Iglesia poderosa, segura y autoritaria, que pretende «secretamente» imponerse a todos. Seremos una Iglesia más sencilla, vulnerable y débil. No tendremos que preocupamos de defender nuestro prestigio y poder. Seremos más humanos y sintonizaremos mejor con los que sufren. Estaremos en mejores condiciones para comunicar el Evangelio.


Cada vez será más inútil endurecer nuestra predicación e intensificar nuestros lamentos y condenas. Tendremos que aprender de Jesús a conjugar tres verbos decisivos: acoger escuchar y acompañar. Descubriremos que el Evangelio lo comunican los creyentes en cuya vida resplandece el amor compasivo de Dios. Sin esto, todo lo demás es inútil.



domingo, 23 de octubre de 2016

REACCIONAR



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 18,9-14
  
Oh Dios, ten compasión de este pecador.

La sociedad moderna tiene tal poder sobre sus miembros que termina por someter a casi todos a su orden y servicio. Absorbe a las personas mediante ocupaciones, proyectos y expectativas, pero no para elevarlas a una vida más noble y digna. Por lo general, el estilo de vida impuesto por la sociedad aparta a los individuos de lo esencial impidiendo a no pocos llegar a ser ellos mismos.

El resultado es deplorable. El hombre contemporáneo se va haciendo cada vez más indiferente a «lo importante» de la vida. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Son bastantes los que viven sin certezas ni convicciones profundas, cargados de tópicos, interesados por muchas cosas, pero sin «núcleo interior». Es fácil entonces que la fe se vaya apagando lentamente en el corazón de no pocos.

Tal vez, sea éste uno de nuestros grandes errores. Nos preocupamos de mil cosas y no sabemos cuidar lo importante: el amor, la alegría interior, la esperanza, la paz de la conciencia. Lo mismo sucede con la fe; no sabemos estimarla, cuidarla y alimentarla. Pero, cuando no se alimenta, la fe se va apagando. ¿Cómo reaccionar?

Lo primero, casi siempre, es «tomar distancia» y atrevernos a mirar de frente nuestra vida con sus rutinas, su frágil equilibrio y su mediocridad. Escuchar el sordo rumor de necesidades insatisfechas y deseos contradictorios. Sólo un cierto distanciamiento permite lograr una nueva perspectiva de las cosas y abordar nuestra vida con más verdad.

Es necesario, también, saber plantearse cuestiones que afectan a la propia vida en su totalidad: «Yo, en definitiva, ¿qué ando buscando?, ¿por qué no logro la paz interior?, ¿en qué tengo que acertar para vivir de manera más sana?» Hay en nosotros tal «exceso de exterioridad» y tal «multiplicación de experiencias» que, sin estos planteamientos de fondo, nuestra vida se reduce fácilmente a dejarse llevar por una sucesión de acontecimientos sin hilo conductor alguno.

Pero lo más decisivo es reaccionar. Tomar una decisión personal y consciente. «¿Qué quiero hacer con mi vida?, ¿qué puedo hacer con mi fe?, ¿sigo «vegetando» como hasta ahora?, ¿me abro confiadamente a Dios?» Quien es capaz de hacerse este tipo de preguntas con un mínimo de verdad, ya está cambiando. Quien, en medio de su mediocridad -¿quién no es mediocre?- desea sinceramente creer, ante Dios ya es creyente. Dios está en el interior de ese deseo. Hay situaciones en que no se puede hacer mucho más.


La invocación del publicano, en la parábola narrada por Jesús, expresa muy bien cuál puede ser nuestra invocación: «Oh, Dios, ten compasión de este pecador.» Dios, que ha modelado el corazón humano, entiende y escucha esa oración.


domingo, 16 de octubre de 2016

CONFIAR



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 18,1-8
  
“Orar siempre sin desanimarse.”

Las encuestas y sondeos de opinión revelan que en el hombre contemporáneo está creciendo la desconfianza ante los demás, ante el entorno y ante la vida en general.

Al parecer, el aislamiento, la competitividad y el carácter complejo de la vida moderna están produciendo un hombre lleno de suspicacia y recelo.

Las personas se sienten inclinadas a encerrarse en un «realismo chato», en actitud casi siempre defensiva y cautelosa, sin confiar apenas en nada ni en nadie.

Sin embargo, pese a su apariencia de realismo docto y sensato, la desconfianza no ayuda a vivir de manera plena y creativa.

Al contrario, la persona necesita confiar para crecer y enfrentarse a la vida. No hemos de olvidar que la confianza es “una estructura básica» del ser humano, y suprimirla en nosotros sería destruir una de las fuentes más importantes del vivir diario.

D. Bonhoeffer que no desconocía la traición ni la persecución, escribía esta advertencia desde el campo de concentración: «Nada hay peor que sembrar y favorecer la desconfianza; al contrario, debemos favorecer la confianza en todas partes donde sea posible. Ella seguirá siendo para nosotros uno de los mayores regalos, de entre los más raros y bellos en la vida de los hombres”.

Es la confianza lo que sostiene a las personas en las situaciones más difíciles y lo que les da un potencial increíble de energía para enfrentarse a la existencia.

La persona que se encierra en la desconfianza se destruye a sí misma, se deja morir o, si se quiere, «se deja vivir» que es una manera triste pero frecuente de abandonarse estérilmente al curso de la vida.

La fe cristiana no puede brotar ni crecer en un corazón desconfiado. Inútil aportarle indicios, testimonios o argumentos. La persona se defenderá tras su recelo. Sólo creerá en sus pruebas.
Esa es justamente la postura de Tomás, prototipo de todas las dudas, recelos e incertidumbres que surgen en el hombre ante Cristo resucitado. Cuando el Señor se le presenta, le dirige estas palabras: «No seas incrédulo, sino creyente».

Son bastantes hoy los cristianos que se sienten roídos por la duda. El misterio último de la vida se nos escapa. Nuestra razón comprende que no puede comprender y el creyente siente desazón y malestar. Querría ver con sus propios ojos, tocar con sus propias manos.

Lo primero, entonces, es confiar. No cerrar ninguna puerta. No desoír ninguna llamada. Abrirse confiadamente a Dios. Buscar su rostro y “orar siempre sin desanimarse”, como pide Jesús. Quien busca a Dios con confianza lo está ya encontrando.



domingo, 9 de octubre de 2016

CREER SIN AGRADECER



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 17,11-19

El relato comienza narrando la curación de un grupo de diez leprosos en las cercanías de Samaría. Pero, esta vez, no se detiene Lucas en los detalles de la curación, sino en la reacción de uno de los leprosos al verse curado. El evangelista describe cuidadosamente todos sus pasos, pues quiere sacudir la fe rutinaria de no pocos cristianos.

Jesús ha pedido a los leprosos que se presenten a los sacerdotes para obtener la autorización que los permita integrarse en la sociedad. Pero uno de ellos, de origen samaritano, al ver que está curado, en vez de ir a los sacerdotes, se vuelve para buscar a Jesús. Siente que para él comienza una vida nueva. En adelante, todo será diferente: podrá vivir de manera más digna y dichosa. Sabe a quién se lo debe. Necesita encontrarse con Jesús.

Vuelve “alabando a Dios a grandes gritos”. Sabe que la fuerza salvadora de Jesús solo puede tener su origen en Dios. Ahora siente algo nuevo por ese Padre Bueno del que habla Jesús. No lo olvidará jamás. En adelante vivirá dando gracias a Dios. Lo alabará gritando con todas sus fuerzas. Todos han de saber que se siente amado por él.

Al encontrarse con Jesús, “se echa a sus pies dándole gracias”. Sus compañeros han seguido su camino para encontrarse con los sacerdotes, pero él sabe que Jesús es su único Salvador. Por eso está aquí junto a él dándole gracias. En Jesús ha encontrado el mejor regalo de Dios.

Al concluir el relato, Jesús toma la palabra y hace tres preguntas expresando su sorpresa y tristeza ante lo ocurrido. No están dirigidas al samaritano que tiene a sus pies. Recogen el mensaje que Lucas quiere que se escuche en las comunidades cristianas.

“¿No han quedado limpios los diez?”.¿No se han curado todos? ¿Por qué no reconocen lo que han recibido de Jesús? “Los otros nueve, ¿dónde están?”. ¿Por qué no están allí? ¿Por qué hay tantos cristianos que viven sin dar gracias a Dios casi nunca? ¿Por qué no sienten un agradecimiento especial hacia Jesús? ¿No lo conocen? ¿No significa nada nuevo para ellos?


“¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. ¿Por qué hay personas alejadas de la práctica religiosa que sienten verdadera admiración y agradecimiento hacia Jesús, mientras algunos cristianos no sienten nada especial por él? Benedicto XVI advertía hace unos años que un agnóstico en búsqueda puede estar más cerca de Dios que un cristiano rutinario que lo es solo por tradición o herencia. Una fe que no genera en los creyentes alegría y agradecimiento es una fe enferma.


martes, 27 de septiembre de 2016

AUMÉNTANOS LA FE



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 17,5-10

Señor auméntanos la fe.

Según las primeras fuentes cristianas, los discípulos que rodean a Jesús no destacan por su adhesión entusiasta a su Maestro, sino por su fe pequeña y débil. Es tal su incapacidad para entender a Jesús que un evangelista los presenta dirigiéndose a él con esta petición: «Señor, auméntanos la fe». ¿No será ésta la oración que hemos de hacer los cristianos de hoy?

Auméntanos la fe porque continuamente nos desviamos de tu Evangelio.

Ocupados en escuchar nuestros miedos e incertidumbres, no acertamos a oír tu voz ni en nuestras comunidades ni en nuestros corazones. Ya no sabemos arrodillarnos ni física ni interiormente ante ti. Despierta nuestra fe porque si perdemos contacto contigo, seguirá creciendo en nosotros el desconcierto y la inseguridad.

Aumenta nuestra fe para percibir tu presencia en el centro mismo de nuestra debilidad. Que no alimentemos nuestra vida con doctrinas teóricas, sino con la experiencia interna de tu persona. Que nos dejemos guiar por tu Espíritu y no por nuestro instinto de conservación.

Si cada uno no cambia, nada cambiará en tu Iglesia. Si todos seguimos cautivos de la inercia, nada diferente nacerá entre tus discípulos. Si nadie se atreve a dejarse arrastrar por tu creatividad, tu Espíritu quedará bloqueado por nuestra cobardía.

Auméntanos la fe para predicar sólo lo que creemos. No más, tampoco menos. Que no dictaminemos sobre problemas que no nos duelen. Que no condenemos ligeramente a quienes necesitan sobre todo calor y cobijo.

Señor, aumenta nuestra fe para encontrarte no sólo en los templos sino en el dolor de los que sufren; para escuchar tu llamada no sólo en las Escrituras Sagradas sino en el grito de quienes viven y mueren de hambre. Que nunca olvidemos que son los pobres quienes plantean a tu Iglesia las preguntas más graves.


Auméntanos la fe para creer en un mundo nuevo como creías tú, para amar la vida de todos como la amabas tú. Recuérdanos que nuestra primera tarea es poner en tu nombre signos de misericordia y esperanza en medio del mundo.

domingo, 25 de septiembre de 2016

NOSOTROS SOMOS EL OBSTÁCULO



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 16,19-31

Un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal.

La parábola parece narrada para nosotros. Jesús habla de un rico poderoso. Sus vestidos de púrpura y lino indican lujo y ostentación. Su vida es una fiesta continua. Sin duda, pertenece a ese sector privilegiado que vive en Tiberíades, Séforis o Jerusalén. Son los que poseen riqueza, tienen poder y disfrutan de una vida fastuosa.

Muy cerca, echado junto a la puerta de su mansión está un mendigo. No está cubierto de lino y púrpura, sino de llagas repugnantes. No sabe lo que es festín. No le dan ni de lo que tiran de la mesa del rico. Sólo los perros callejeros se le acercan a lamerle las llagas. No posee nada, excepto un nombre, Lázaro o Eliezer que significa Mi Dios es ayuda.

La escena es insoportable. El rico lo tiene todo. No necesita ayuda alguna de Dios. No ve al pobre. Se siente seguro. Vive en la inconsciencia total. ¿No se parece a nosotros? Lázaro, por su parte, es un ejemplo de pobreza total: enfermo, hambriento, excluido, ignorado por quien le podría ayudar. Su única esperanza es Dios. ¿No se parece a tantos millones de hombres y mujeres hundidos en la miseria?

La mirada penetrante de Jesús está desenmascarando la realidad. Las clases más poderosas y los estratos más míseros parecen pertenecer a la misma sociedad, pero están separados por una barrera casi invisible: esa puerta que el rico no atraviesa nunca para acercarse a Lázaro.

Jesús no pronuncia palabra alguna de condena. Es suficiente desenmascarar la realidad. Dios no puede tolerar que las cosas queden así para siempre. Es inevitable el vuelco de esta situación. Esa barrera que separa a los ricos de los pobres se puede convertir en un abismo infranqueable y definitivo.

El obstáculo para hacer un mundo más justo son los ricos que levantan barreras cada vez más seguras para que los pobres no entren en su país, ni lleguen hasta sus residencias, ni llamen a su puerta. Dichosos los seguidores de Jesús que rompen barreras, atraviesan puertas, abren caminos y se acercan a los últimos. Ellos encaman al Dios que ayuda a los pobres.


domingo, 18 de septiembre de 2016

DESAFÍO



Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 16,1-13

“No pueden servir a Dios y al dinero”.

El evangelista Marcos resume correctamente el mensaje de Jesús cuando dice que «proclamaba la Buena Noticia de Dios» y predicaba: «El Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean la Buena Noticia». Son pocos los que sospechan el desafío y la provocación que encierran estas palabras aparentemente tan piadosas e inofensivas.

Jesús cuestiona, antes que nada, la manera de entender la realidad que domina hoy en el mundo occidental. Nuestra visión es estrecha y unidimensional. Para el hombre moderno, la realidad termina donde termina nuestra capacidad de comprobar las cosas. No hay nada más que lo que nosotros podemos verificar (!). Frente a este «ateísmo práctico» que configura la cultura moderna, Jesús habla de Dios. Hay otra dimensión que está más allá del mundo visible de nuestra experiencia ordinaria; la realidad es más rica y profunda que lo que la ciencia nos quiere hacer creer: hay Dios.

Esta Realidad que Jesús llama Dios no es algo tenebroso para el ser humano. No es tampoco un Ídolo insaciable al que las diversas religiones se esfuerzan por aplacar. Dios es una «Buena Noticia», pues lo único que busca es una vida digna y dichosa para todos. Es un grave error que la cultura moderna arranque de las conciencias la fe en este Dios, pues es dejar al ser humano sin su fuerza más poderosa de orientación y realización.

Olvidado ese Dios que defiende la vida y dignidad de todo ser humano, incluso del más indefenso y desgraciado, Occidente va desarrollando una idolatría cada vez más masiva y decadente. Obsesionados por el culto al dinero, al bienestar, a la satisfacción material o el poder, estamos cada vez más ciegos para ver las víctimas sacrificadas en honor de nuestros ídolos. Los políticos más poderosos justifican de manera vergonzosa el egoísmo increíble de Occidente, y las Iglesias, domesticadas por la cultura del bienestar, no tienen fuerza para gritar y despertar las conciencias.


La llamada de Jesús es más actual que nunca. «No pueden servir a Dios y al dinero». Hay que cambiar nuestra manera de ver la realidad. Hay que centrar de nuevo la historia en ese Dios que nos recuerda la dignidad de todo ser humano. Hemos de transformar las conciencias y rebelarnos frente a la indignidad de esta civilización. Al menos, que no cuenten con nosotros, los que queremos seguir a Jesús.