Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 18,9-14
Oh Dios, ten compasión de este pecador.
La sociedad moderna tiene tal poder
sobre sus miembros que termina por someter a casi todos a su orden y servicio.
Absorbe a las personas mediante ocupaciones, proyectos y expectativas, pero no
para elevarlas a una vida más noble y digna. Por lo general, el estilo de vida
impuesto por la sociedad aparta a los individuos de lo esencial impidiendo a no
pocos llegar a ser ellos mismos.
El resultado es deplorable. El hombre
contemporáneo se va haciendo cada vez más indiferente a «lo importante» de la
vida. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Son bastantes
los que viven sin certezas ni convicciones profundas, cargados de tópicos,
interesados por muchas cosas, pero sin «núcleo interior». Es fácil entonces que
la fe se vaya apagando lentamente en el corazón de no pocos.
Tal vez, sea éste uno de nuestros
grandes errores. Nos preocupamos de mil cosas y no sabemos cuidar lo
importante: el amor, la alegría interior, la esperanza, la paz de la
conciencia. Lo mismo sucede con la fe; no sabemos estimarla, cuidarla y
alimentarla. Pero, cuando no se alimenta, la fe se va apagando. ¿Cómo
reaccionar?
Lo primero, casi siempre, es «tomar
distancia» y atrevernos a mirar de frente nuestra vida con sus rutinas, su
frágil equilibrio y su mediocridad. Escuchar el sordo rumor de necesidades
insatisfechas y deseos contradictorios. Sólo un cierto distanciamiento permite
lograr una nueva perspectiva de las cosas y abordar nuestra vida con más
verdad.
Es necesario, también, saber plantearse
cuestiones que afectan a la propia vida en su totalidad: «Yo, en definitiva,
¿qué ando buscando?, ¿por qué no logro la paz interior?, ¿en qué tengo que
acertar para vivir de manera más sana?» Hay en nosotros tal «exceso de
exterioridad» y tal «multiplicación de experiencias» que, sin estos
planteamientos de fondo, nuestra vida se reduce fácilmente a dejarse llevar por
una sucesión de acontecimientos sin hilo conductor alguno.
Pero lo más decisivo es reaccionar.
Tomar una decisión personal y consciente. «¿Qué quiero hacer con mi vida?, ¿qué
puedo hacer con mi fe?, ¿sigo «vegetando» como hasta ahora?, ¿me abro
confiadamente a Dios?» Quien es capaz de hacerse este tipo de preguntas con un
mínimo de verdad, ya está cambiando. Quien, en medio de su mediocridad -¿quién
no es mediocre?- desea sinceramente creer, ante Dios ya es creyente. Dios está
en el interior de ese deseo. Hay situaciones en que no se puede hacer mucho
más.
La invocación del publicano, en la
parábola narrada por Jesús, expresa muy bien cuál puede ser nuestra invocación:
«Oh, Dios, ten compasión de este pecador.» Dios, que ha modelado el corazón
humano, entiende y escucha esa oración.
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