Reflexión inspirada en el evangelio
según san Lucas 23,35-43
Acuérdate de mí.
Estadísticas realizadas en diversos
países de Europa muestran que sólo un cuarenta por ciento de las personas creen
hoy en la vida eterna y que, además, para muchas de ellas esta fe ya no tiene
fuerza o significado alguno en su vida diaria.
Pero lo más sorprendente en estas
estadísticas es algo que también entre nosotros he podido comprobar en más de
una ocasión. No son pocos los que dicen creer realmente en Dios y, al mismo
tiempo, piensan que no hay nada más allá de la muerte.
Y, sin embargo, creer en la vida eterna
no es una arbitrariedad de algunos cristianos, sino la consecuencia de la fe en
un Dios al que sólo le preocupa la felicidad total del ser humano. Un Dios que,
desde lo más profundo de su ser de Dios, busca el bien final de toda la
creación.
Antes que nada, hemos de recordar que la
muerte es el acontecimiento más trágico y brutal que nos espera a todos. Inútil
querer olvidarlo. La muerte está ahí, cada día más cercana. Una muerte absurda
y oscura que nos impide ver en qué terminarán nuestros deseos, luchas y
aspiraciones. ¿Ahí se acaba todo? ¿Comienza precisamente ahí la verdadera vida?
Nadie tiene datos científicos para decir
nada con seguridad. El ateo «cree» que no hay nada después de la muerte, pero
no tiene pruebas científicas para demostrarlo. El creyente «cree» que nos
espera una vida eterna, pero tampoco tiene prueba científica alguna. Ante el
misterio de la muerte, todos somos seres radicalmente ignorantes e impotentes.
La esperanza de los cristianos brota de
la confianza total en el Dios de Jesucristo. Todo el mensaje y el contenido de
la vida de Jesús, muerto violentamente por los hombres pero resucitado por Dios
para la vida eterna, les lleva a esta convicción: «La muerte no tiene la última
palabra. Hay un Dios empeñado en que los hombres conozcan la felicidad total
por encima de todo, incluso por encima de la muerte. Podemos confiar en él.»
Ante la muerte, el creyente se siente
indefenso y vulnerable como cualquier otro hombre; como se sintió, por otra
parte, el mismo Jesús. Pero hay algo que, desde el fondo de su ser, le invita a
fiarse de Dios más allá de la muerte y a pronunciar las mismas palabras de
Jesús: «Padre, en tus manos dejo mi vida.» Este es el núcleo esencial de la fe
cristiana: dejarse amar por Dios hasta la vida eterna; abrirse confiadamente al
misterio de la muerte, esperándolo todo del amor creador de Dios.
Esta es precisamente la oración del
malhechor que crucifican junto a Jesús. En el momento de morir, aquel hombre no
encuentra nada mejor que confiarse enteramente a Dios y a Cristo: «Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.» Y escucha esa promesa que tanto
consuela al creyente: « Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»
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