Reflexión inspirada en el evangelio según san Mateo 1,18-24
El evangelista Mateo tiene un interés
especial en decir a sus lectores que Jesús ha de ser llamado también “Emmanuel”.
Sabe muy bien que puede resultar chocante y extraño. ¿A quién se le puede
llamar con un nombre que significa “Dios con nosotros”? Sin embargo, este
nombre encierra el núcleo de la fe cristiana y es el centro de la celebración
de la Navidad.
Ese misterio último que nos rodea por
todas partes y que los creyentes llamamos “Dios” no es algo lejano y distante.
Está con todos y cada uno de nosotros. ¿Cómo lo puedo saber? ¿Es posible creer
de manera razonable que Dios está conmigo, si yo no tengo alguna experiencia
personal por pequeña que sea?
De ordinario, a los cristianos no se nos
ha enseñado a percibir la presencia del misterio de Dios en nuestro interior.
Por eso, muchos lo imaginan en algún lugar indefinido y abstracto del Universo.
Otros lo buscan adorando a Cristo presente en la eucaristía. Bastantes tratan
de escucharlo en la Biblia. Para otros, el mejor camino es Jesús.
El misterio de Dios tiene, sin duda, sus
caminos para hacerse presente en cada vida. Pero se puede decir que, en la
cultura actual, si no lo experimentamos de alguna manera dentro de nosotros,
difícilmente lo hallaremos fuera. Por el contrario, si percibimos su presencia
en nuestro interior, nos será más fácil rastrear su misterio en nuestro
entorno.
¿Es posible? El secreto consiste, sobre
todo, en saber estar con los ojos cerrados y en silencio apacible, acogiendo
con un corazón sencillo esa presencia misteriosa que nos está alentando y
sosteniendo. No se trata de pensar en eso, sino de estar “acogiendo” la paz, la
vida, el amor, el perdón... que nos llega desde lo más íntimo de nuestro ser.
Es normal que, al adentrarnos en nuestro
propio misterio, nos encontremos con nuestros miedos y preocupaciones, nuestras
heridas y tristezas, nuestra mediocridad y nuestro pecado. No hemos de
inquietarnos, sino permanecer en el silencio. La presencia amistosa que está en
el fondo más íntimo de nosotros nos irá apaciguando, liberando y sanando.
Karl Rahner, uno de los teólogos más
importantes del siglo veinte, afirma que, en medio de la sociedad secular de
nuestros días, “esta experiencia del corazón es la única con la que se puede
comprender el mensaje de fe de la Navidad: Dios se ha hecho hombre”.
El misterio último de la vida es un
misterio de bondad, de perdón y salvación, que está con nosotros: dentro de
todos y cada uno de nosotros. Si lo acogemos en silencio, conoceremos la
alegría de la Navidad.
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