Reflexión
inspirada en el evangelio según san Lucas 18,1-8
“Orar siempre sin desanimarse.”
Las encuestas y sondeos de opinión
revelan que en el hombre contemporáneo está creciendo la desconfianza ante los
demás, ante el entorno y ante la vida en general.
Al parecer, el aislamiento, la
competitividad y el carácter complejo de la vida moderna están produciendo un
hombre lleno de suspicacia y recelo.
Las personas se sienten inclinadas a
encerrarse en un «realismo chato», en actitud casi siempre defensiva y
cautelosa, sin confiar apenas en nada ni en nadie.
Sin embargo, pese a su apariencia de
realismo docto y sensato, la desconfianza no ayuda a vivir de manera plena y
creativa.
Al contrario, la persona necesita
confiar para crecer y enfrentarse a la vida. No hemos de olvidar que la
confianza es “una estructura básica» del ser humano, y suprimirla en nosotros
sería destruir una de las fuentes más importantes del vivir diario.
D. Bonhoeffer que no desconocía la
traición ni la persecución, escribía esta advertencia desde el campo de
concentración: «Nada hay peor que sembrar y favorecer la desconfianza; al
contrario, debemos favorecer la confianza en todas partes donde sea posible.
Ella seguirá siendo para nosotros uno de los mayores regalos, de entre los más
raros y bellos en la vida de los hombres”.
Es la confianza lo que sostiene a las
personas en las situaciones más difíciles y lo que les da un potencial increíble
de energía para enfrentarse a la existencia.
La persona que se encierra en la
desconfianza se destruye a sí misma, se deja morir o, si se quiere, «se deja
vivir» que es una manera triste pero frecuente de abandonarse estérilmente al
curso de la vida.
La fe cristiana no puede brotar ni
crecer en un corazón desconfiado. Inútil aportarle indicios, testimonios o
argumentos. La persona se defenderá tras su recelo. Sólo creerá en sus pruebas.
Esa es justamente la postura de Tomás,
prototipo de todas las dudas, recelos e incertidumbres que surgen en el hombre
ante Cristo resucitado. Cuando el Señor se le presenta, le dirige estas
palabras: «No seas incrédulo, sino creyente».
Son bastantes hoy los cristianos que se
sienten roídos por la duda. El misterio último de la vida se nos escapa.
Nuestra razón comprende que no puede comprender y el creyente siente desazón y
malestar. Querría ver con sus propios ojos, tocar con sus propias manos.
Lo primero, entonces, es confiar. No
cerrar ninguna puerta. No desoír ninguna llamada. Abrirse confiadamente a Dios.
Buscar su rostro y “orar siempre sin desanimarse”, como pide Jesús. Quien busca
a Dios con confianza lo está ya encontrando.
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