Reflexión
inspirada en el evangelio según
san Marcos 1, 29-39
Curó
a muchos enfermos.
La enfermedad es una de las experiencias
más duras del ser humano. No sólo padece el enfermo que siente su vida
amenazada y sufre sin saber por qué, para qué y hasta cuándo. Sufre también su
familia, los seres queridos y los que le atienden.
De poco sirven las palabras y
explicaciones. ¿Qué hacer cuando ya la ciencia no puede detener lo inevitable?
¿Cómo afrontar de manera humana el deterioro? ¿Cómo estar junto al familiar o
el amigo gravemente enfermo?
Lo primero es acercarse. Al que sufre no se le puede ayudar desde lejos. Hay que
estar cerca. Sin prisas, con discreción y respeto total. Ayudarle a luchar
contra el dolor. Darle fuerza para que colabore con los que tratan de curarlo.
Esto exige acompañarlo en las diversas etapas de la enfermedad y en los diferentes
estados de ánimo. Ofrecerle lo que necesita en cada momento. No incomodarnos
ante su irritabilidad. Tener paciencia. Permanecer junto a él.
Es importante escuchar. Que el enfermo pueda contar y compartir lo que lleva
dentro: las esperanzas frustradas, sus quejas y miedos, su angustia ante el
futuro. Es un respiro para el enfermo poder desahogarse con alguien de
confianza. No siempre es fácil escuchar. Requiere ponerse en el lugar del que
sufre y estar atento a lo que nos dice con sus palabras y, sobre todo, con sus
silencios, gestos y miradas.
La verdadera escucha exige acoger y comprender las reacciones del
enfermo. La incomprensión hiere profundamente a quien está sufriendo y se
queja. «Animo», resignación»... son palabras inútiles cuando hay dolor. De nada
sirven consejos, razones o explicaciones doctas. Sólo la comprensión de quien
acompaña con cariño y respeto alivia.
La persona puede adoptar ante la
enfermedad actitudes sanas y positivas
o puede dejarse destruir por sentimientos estériles y negativos. Muchas veces
necesitará ayuda para mantener una actitud positiva, para confiar y colaborar
con los que le atienden, para no encerrarse solo en sus problemas, para tener
paciencia consigo mismo o para ser agradecido.
El enfermo puede necesitar también
reconciliarse consigo mismo, curar las heridas del pasado, dar un sentido más
hondo a su dolor, purificar su relación con Dios. El creyente puede ayudarle a
orar, a vivir con paz interior, a creer en el perdón y confiar en su amor
salvador.
El evangelista nos dice que las gentes
llevaban sus enfermos y poseídos hasta Jesús. El sabía acogerlos con cariño,
despertar su confianza en Dios, perdonar su pecado, aliviar su dolor y sanar su
enfermedad. Su actuación ante el sufrimiento humano siempre será para los
cristianos el ejemplo a seguir en el trato a los enfermos.
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