Reflexión inspirada
en el evangelio según San Marcos 1,12-15
Conviértanse y crean la Buena Noticia.
La llamada a la conversión evoca casi
siempre en nosotros el recuerdo del esfuerzo exigente y el desgarrón propio de
todo trabajo de renovación y purificación. Sin embargo, las palabras de Jesús:
«Conviértanse y crean en la Buena Noticia», nos invitan a descubrir la
conversión como paso a una vida más plena y gratificante.
El evangelio de Jesús nos viene a decir
algo que nunca hemos de olvidar: «Es bueno convertirse. Nos hace bien. Nos
permite experimentar un modo nuevo de vivir, más sano, más gozoso». Alguno se
preguntará: Pero, ¿cómo vivir esa experiencia?, ¿qué pasos dar?
Lo primero es pararse. No tener miedo a
quedarnos a solas con nosotros mismos para hacemos las preguntas importantes de
la vida: ¿Quién soy yo? ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Es esto lo único que
quiero vivir?
Este encuentro con uno mismo exige
sinceridad. Lo importante es no seguir engañándose por más tiempo. Buscar la
verdad de lo que estamos viviendo. No empeñamos en ocultar lo que somos y en
parecer lo que no somos.
Es fácil que experimentemos entonces el
vacío y la mediocridad. Aparecen ante nosotros actuaciones y posturas que están
arruinando nuestra vida. No es esto lo que hubiéramos querido. En el fondo,
deseamos vivir algo mejor y más gozoso.
Descubrir cómo estamos dañando nuestra
vida no tiene por qué hundimos en el pesimismo o la desesperanza. Esta
conciencia de pecado es saludable. Nos dignifica y nos ayuda a recuperar la
autoestima personal. No todo es malo y ruin en nosotros.
Dentro de cada uno está operando siempre
una fuerza que nos atrae y empuja hacia el bien, el amor y la bondad.
La conversión nos exigirá, sin duda,
introducir cambios concretos en nuestra manera de actuar. Pero la conversión no
consiste en esos cambios. Ella misma es el cambio. Convertirse es cambiar el corazón,
adoptar una postura nueva en la vida, tomar una dirección más sana.
Todos, creyentes y no creyentes, pueden
dar los pasos hasta aquí evocados. La suerte del creyente es poder vivir esta
experiencia abriéndose confiadamente a Dios. Un Dios que se interesa por mí más
que yo mismo, para resolver no mis problemas sino «el problema», esa vida mía
mediocre y fallida que parece no tener solución. Un Dios que me entiende, me
espera, me perdona y quiere verme vivir de manera más plena, gozosa y
gratificante.
Por eso el creyente vive su conversión
invocando a Dios con las palabras del salmista: «Ten misericordia de mí, oh
Dios según tu bondad. Lávame a fondo de mi culpa, limpia mi pecado. Crea en mí
un corazón limpio. Renuévame por dentro. Devuélveme la alegría de tu salvación»
(Salmo 50).
La Cuaresma puede ser un tiempo decisivo
para iniciar una vida nueva.