miércoles, 4 de octubre de 2017

Domingo 8 octubre 2017



PELIGROSO


Reflexión inspirada en el evangelio según san Mateo 21, 33-43

Un pueblo que produzca sus frutos.

Cuando el año setenta las tropas romanas destruyeron Jerusalén y el pueblo judío desapareció como nación, los cristianos hicieron una lectura terrible de este trágico hecho. Israel, aquel pueblo tan querido por Dios, no ha sabido responder a sus llamadas. Sus dirigentes religiosos han ido matando a los profetas enviados por él; han crucificado, por último, a su propio Hijo. Ahora, Dios los abandona y permite su destrucción: Israel será sustituido por la Iglesia cristiana.

Así leían los primeros cristianos la parábola de los «viñadores homicidas», dirigida por Jesús a los sumos sacerdotes de Israel. Los labradores encargados de cuidar la «viña del Señor» van matando uno tras otro a los criados que él les envía para recoger los frutos. Por último, matan también al hijo del propietario con la intención de suprimir al heredero y quedarse con la viña. El señor no puede hacer otra cosa que darles muerte y entregar su viña a otros labradores más fieles.

Esta parábola no fue recogida por los evangelistas para alimentar el orgullo de la Iglesia, nuevo Israel, frente al pueblo judío derrotado por Roma y dispersado por todo el mundo. La preocupación era otra: ¿Le puede suceder a la Iglesia cristiana lo mismo que le sucedió al antiguo Israel? ¿Puede defraudar las expectativas de Dios? Y si la Iglesia no produce el fruto que él espera, ¿qué caminos seguirá Dios para llevar a cabo sus planes de salvación?

El peligro siempre es el mismo. Israel se sentía seguro: tenían las Escrituras Sagradas; poseían el Templo; se celebraba escrupulosamente el culto; se predicaba la Ley; se defendían las instituciones. No parecía necesitarse nada nuevo. Bastaba conservarlo todo en orden. Es lo más peligroso que le puede suceder a una religión: que se ahogue la voz de los profetas y que los sacerdotes, sintiéndose los dueños de la «viña del señor», quieran administrarla como propiedad suya.


Es también nuestro peligro. Pensar que la fidelidad de la Iglesia está garantizada por pertenecer a la Nueva Alianza. Sentirnos seguros por tener a Jesús en propiedad. Sin embargo, Dios no es propiedad de nadie. Su viña le pertenece sólo a él. Y si la Iglesia no produce los frutos que él espera, Dios seguirá abriendo nuevos caminos de salvación.

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