domingo, 28 de abril de 2019

DE LA DUDA A LA FE





Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 20,19-31

El hombre moderno ha aprendido a dudar. Es propio del espíritu de nuestros tiempos cuestionarlo todo para progresar en conocimiento científico. En este clima la fe queda con frecuencia desacreditada. El ser humano va caminando por la vida lleno de incertidumbres y dudas.
Por eso, todos sintonizamos sin dificultad con la reacción de Tomás, cuando los otros discípulos le comunican que, estando él ausente, han tenido una experiencia sorprendente: "Hemos visto al Señor". Tomás podría ser un hombre de nuestros días. Su respuesta es clara: "Si no lo veo...no lo creo".
Su actitud es comprensible. Tomás no dice que sus compañeros están mintiendo o que están engañados. Solo afirma que su testimonio no le basta para adherirse a su fe. Él necesita vivir su propia experiencia. Y Jesús no se lo reprochará en ningún momento.
Tomás ha podido expresar sus dudas dentro del grupo de discípulos. Al parecer, no se han escandalizado. No lo han echado fuera del grupo. Tampoco ellos han creído a las mujeres cuando les han anunciado que han visto a Jesús resucitado. El episodio de Tomás deja entrever el largo camino que tuvieron que recorrer en el pequeño grupo de discípulos hasta llegar a la fe en Cristo resucitado.
Las comunidades cristianas deberían ser en nuestros días un espacio de diálogo donde pudiéramos compartir honestamente las dudas, los interrogantes y búsquedas de los creyentes de hoy. No todos vivimos en nuestro interior la misma experiencia. Para crecer en la fe necesitamos el estímulo y el diálogo con otros que comparten nuestra misma inquietud.
Pero nada puede remplazar a la experiencia de un contacto personal con Jesús en lo hondo de la propia conciencia. Según el relato evangélico, a los ocho días se presenta de nuevo Jesús. No critica a Tomás sus dudas. Su resistencia a creer revela su honestidad. Jesús le muestra sus heridas.
No son "pruebas" de la resurrección, sino "signos" de su amor y entrega hasta la muerte. Por eso, le invita a profundizar en sus dudas con confianza: "No seas incrédulo, sino creyente". Tomas renuncia a verificar nada. Ya no siente necesidad de pruebas. Solo sabe que Jesús lo ama y le invita a confiar: "Señor mío y Dios mío".
Un día los cristianos descubriremos que muchas de nuestras dudas, vividas de manera sana, sin perder el contacto con Jesús y la comunidad, nos pueden rescatar de una fe superficial que se contenta con repetir fórmulas, para estimularnos a crecer en amor y en confianza en Jesús, ese Misterio de Dios encarnado que constituye el núcleo de nuestra fe.



domingo, 7 de abril de 2019

REVOLUCIÓN IGNORADA





Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 8,1-11

Tampoco yo te condeno.

Le presentan a Jesús a una mujer sorprendida en  adulterio. Todos conocen su destino: será lapidada hasta la muerte según lo establecido por la ley. Nadie habla del adúltero. Como sucede siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón. El desafío a Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú ¿qué dices?».

Jesús no soporta aquella hipocresía social alimentada por la prepotencia de los varones. Aquella sentencia a muerte no viene de Dios. Con sencillez y audacia admirables, introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en el juicio a la adúltera: «el que esté sin pecado, que arroje la primera piedra».

Los acusadores se retiran avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de los adulterios que se cometen en aquella sociedad. Entonces Jesús se dirige a la mujer que acaba de escapar de la ejecución y, con ternura y respeto grande, le dice: «Tampoco yo te condeno». Luego, la anima a que su perdón se convierta en punto de partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más».

Así es Jesús. Por fin ha existido sobre la tierra alguien que no se ha dejado condicionar por ninguna ley ni poder opresivo. Alguien libre y magnánimo que nunca odió ni condenó, nunca devolvió mal por mal. En su defensa y su perdón a esta adúltera hay más verdad y justicia que en nuestras reivindicaciones y condenas resentidas.

Los cristianos no hemos sido capaces todavía de extraer todas las consecuencias que encierra la actuación liberadora de Jesús frente a la opresión de la mujer. Desde una Iglesia dirigida e inspirada mayoritariamente por varones, no acertamos a tomar conciencia de todas las injusticias que sigue padeciendo la mujer en todos los ámbitos de la vida. Algún teólogo hablaba hace unos años de "la revolución ignorada" por el cristianismo.

Lo cierto es que, veinte siglos después, en los países de raíces supuestamente cristianas, seguimos viviendo en una sociedad donde con frecuencia la mujer no puede moverse libremente sin temer al varón. La violación, el maltrato y la humillación no son algo imaginario. Al contrario, constituyen una de las violencias más arraigadas y que más sufrimiento genera.

¿No ha de tener el sufrimiento de la mujer un eco más vivo y concreto en nuestras celebraciones, y un lugar más importante en nuestra labor de concienciación social? Pero, sobre todo, ¿no hemos de estar más cerca de toda mujer oprimida para denunciar abusos, proporcionar defensa inteligente y protección eficaz?