Reflexión inspirada en el evangelio según san Lucas 2,16-21
Encontraron a María y a
José con el niño.
Se ha dicho que los cristianos de hoy
vibran menos ante la figura de María que los creyentes de otras épocas. Quizás
somos víctimas inconscientes de muchos recelos y sospechas ante deformaciones
habidas en la piedad mariana.
A veces, se había insistido de manera
excesivamente unilateral en la función protectora de María, la Madre que
protege a sus hijos de todos los males, sin convertirlos a una vida más
evangélica.
Otras veces, algunos tipos de devoción
mariana no han sabido exaltar a María como madre sin crear una dependencia
insana de una «madre idealizada» y fomentar una inmadurez y un infantilismo
religioso.
Quizás, esta misma idealización de María
como «la mujer única» ha podido alimentar un cierto menosprecio a la mujer real
y ser un refuerzo más del dominio masculino. Al menos, no deberíamos desatender
ligeramente estos reproches que, desde frentes diversos, se nos hace a los
católicos.
Pero sería lamentable que los católicos
empobreciéramos nuestra vida religiosa olvidando el regalo que María puede significar
para los creyentes.
Una piedad mariana bien entendida no
encierra a nadie en el infantilismo, sino que asegura en nuestra vida de fe la
presencia enriquecedora de lo femenino.
El mismo Dios ha querido encarnarse en
el seno de una mujer. Desde entonces, podemos decir que «lo femenino es camino
hacia Dios y de Dios» (L. Boff).
La humanidad necesita siempre de esa
riqueza que asociamos a lo femenino porque, aunque también se da en el varón,
se condensa de una manera especial en la mujer: intimidad, acogida, solicitud,
cariño, ternura, entrega al misterio, gestación, donación de vida.
Siempre que marginamos a María de
nuestra vida, empobrecemos nuestra fe.
Y siempre que despreciamos lo femenino,
nos cerramos a cauces posibles de acercamiento a ese Dios que se nos ha
ofrecido en los brazos de una madre.
Comenzamos el año celebrando la fiesta
de Santa María Madre de Dios. Que ella esté siempre más presente en nuestro
vivir diario.
Su fidelidad y entrega a la palabra de
Dios, su identificación con los pequeños, su adhesión a las opciones de su
Hijo, su presencia servidora en la Iglesia naciente y, antes que nada, su
servicio de Madre del Salvador hacen de ella la Madre de nuestra fe y de
nuestra esperanza.
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