Reflexión inspirada en el evangelio
según san Lucas 7,11-17
No
llores.
Desde que nacemos, no hacemos otra cosa
que buscar, anhelar, reclamar algo que no poseemos, pero que necesitamos para
vivir con plenitud. Nuestro error está en pensar que podemos saciar los anhelos
más hondos del corazón satisfaciendo nuestras pequeñas necesidades de cada día.
Por eso, no es malo sentir la sacudida de la crisis que nos advierte de nuestro
error.
A veces, la crisis no es una ruptura
desgarradora. Sólo el «mal sabor» que va dejando en nosotros una existencia
vivida de manera frívola y mediocre.
Tengo de todo, podría ser feliz, ¿de
dónde me brota esa fastidiosa sensación de vacío y falsedad? ¿Por qué esa
nostalgia a veces tan fuerte de algo diferente, más bello y auténtico que todo
lo que me rodea?
Otras veces, es el cansancio, la
insatisfacción de vivir haciendo siempre lo mismo y del mismo modo, la
frustración de vivir de manera repetitiva y mecánica. ¿Eso es todo? ¿Me he de
contentar con levantarme, trabajar, descansar el fin de semana y volver de
nuevo a repetir el mismo recorrido? ¿Qué es lo que anhela mi ser?
Tarde o temprano, llega también la
crisis que rompe nuestra seguridad.
Vivíamos tranquilos, sin problemas ni
preocupaciones. Todo parecía asegurado para siempre. De pronto, la sombra de
una enfermedad grave, la muerte de un ser querido, la crisis de la pareja...
¿por qué no hay paz duradera? Una cosa es clara: mis deseos no tienen límite,
pero yo soy frágil y limitado. En el fondo, ¿no estoy deseando algo que supera
todo lo que conozco?
Estoy convencido de que son muchas las
personas que experimentan algo de esto más de una vez en su vida, aunque luego
no hablen de ello ni sepan cómo explicarlo a otros. Pero estas crisis se dan y
son importantes porque crean un espacio para hacernos preguntas, para
liberarnos de engaños y para enraizar mejor nuestra vida en lo esencial.
Los evangelistas nos presentan a Jesús
como fuente de esperanza en medio de las crisis del ser humano. En el relato de
Lucas se nos dice que Jesús se encuentra con un entierro en las afueras de
Naim. Sus ojos se fijan en una mujer rota por la desgracia: una viuda sola y
desamparada que acaba de perder a su único hijo. Jesús sólo le dice dos
palabras: «No llores». Siempre es
posible la esperanza.
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