domingo, 3 de abril de 2016

EL REGALO DE LA ALEGRÍA



Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 20,19-31

“Se llenaron de alegría.”

Todos hemos conocido alguna vez momentos de alegría intensa y clara. Tal vez, sólo ha sido una experiencia breve y frágil, pero suficiente para vivir una sensación de plenitud y cumplimiento. Nadie nos lo tiene que decir desde fuera.

Cada uno sabemos que en el fondo de nuestro ser está latente la necesidad de la alegría. Su presencia no es algo secundario y de poca importancia. La necesitamos para vivir. La alegría ilumina nuestro misterio interior y nos devuelve la vida. La tristeza lo apaga todo. Con la alegría todo recobra un color nuevo; la vida tiene sentido; todo se puede vivir de otra manera.

No es fácil decir en qué consiste la alegría, pero ciertamente hay que buscarla por dentro. La sentimos en nuestro interior, no en lo externo de nuestra persona. Puede iluminar nuestro rostro y hacer brillar nuestra mirada, pero nace en lo más íntimo de nuestro ser. Nadie puede poner alegría en nosotros si nosotros no la dejamos nacer en nuestro corazón.

Hay algo paradójico en la alegría. No está a nuestro alcance, no la podemos «fabricar» cuando queremos, no la recuperamos a base de esfuerzo, es una especie de «regalo» misterioso. Sin embargo, en buena parte, somos responsables de nuestra alegría, pues nosotros mismos la podemos impedir o ahogar.

Desde una perspectiva cristiana, la raíz última del gozo está en Dios. La alegría no es simplemente un estado de ánimo. Es la presencia viva de Cristo en nosotros, la experiencia de la cercanía y de la amistad de Dios, el fruto primero de la acción del Espíritu en nuestro corazón. El relato del evangelio que hoy comentamos dice que «los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor».

Es fácil estropear esta alegría interior. Basta con encerrarse en uno mismo, endurecer el corazón, ser infiel a la propia conciencia, alimentar nostalgias y deseos imposibles, pretender acapararlo todo.

Por el contrario, la mejor manera de alimentar la alegría es vivir amando. Quien no conoce el amor cae fácilmente en la tristeza. Por eso, el culmen de la alegría se alcanza cuando dos personas se miran desde un amor recíproco desinteresado. Es fácil que entonces presientan la alegría que nace de ese Dios que es sólo Amor.


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