domingo, 6 de abril de 2014

LOS QUIERO MÁS QUE ANTES


Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 11, 1-45

Por lo general, no sabemos cómo relacionamos con los seres queridos que se nos han muerto. Durante un tiempo vivimos con el corazón apenado llorando el vacío que han dejado en nuestra vida. Luego los vamos olvidando poco a poco. Llega un día en que apenas significan algo en nuestra existencia.

Está muy extendida la idea de que los difuntos son seres etéreos, despersonalizados, con una identidad vaga y difusa, aislados en su mundo misterioso, ajenos a nuestro cariño. A veces se diría que pensamos como los antiguos judíos cuando hablaban de la existencia de los muertos en el «sheol», separados del Dios de la vida.

Sin embargo, para un cristiano morir no es perderse en el vacío, lejos del Creador. Es precisamente entrar en la salvación de Dios, compartir su vida eterna, vivir transformados por su amor insondable. Nuestros difuntos no están muertos. Viven la plenitud de Dios que lo llena todo.

Al morir, nos hemos quedado privados de su presencia física, pero, al vivir actualmente en Dios, han penetrado de forma más real en nuestra existencia. No podemos disfrutar de su mirada, escuchar su voz, ni sentir su abrazo. Pero podemos vivir sabiendo que nos aman más que nunca pues nos aman desde Dios.

Su vida es incomparablemente más intensa que la nuestra. Su gozo no tiene fin. Su capacidad de amar no conoce límites ni fronteras. No viven separados de nosotros sino más dentro que nunca de nuestro ser. Su presencia transfigurada y su cariño nos acompañan siempre.

No es una ficción piadosa vivir una relación personal con nuestros seres queridos que viven ya en Dios. Podemos caminar envueltos por su presencia, sentirnos acompañados por su amor, gozar con su felicidad, contar con su cariño y apoyo, e, incluso, comunicamos con ellos en silencio o con palabras, en ese lenguaje no siempre fácil pero hondo y entrañable que es el lenguaje de la fe.

Somos muchos los que estos días recordaremos a seres queridos que ya no viven entre nosotros. No los hemos perdido. No han desaparecido en la nada. Viven en Dios. Los tenemos cerca. Los podemos querer más que nunca. Para siempre.

No los hemos perdido. No han desaparecido en la nada. Los podemos querer más que nunca pues viven en Dios. Es Jesús el que sostiene nuestra fe: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mi, aunque haya muerto vivirá».







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