Reflexión inspirada en el evangelio según san Marcos
9,38-43.45.47-48
Poco a
poco, se va tomando conciencia de que uno de los hechos más importantes de la
época moderna y de consecuencias más profundas es, sin duda, el pluralismo. La
cultura moderna, el desarrollo de los medios de comunicación y la facilidad
para viajar hacen que cualquier persona entre hoy en contacto con otras
culturas, religiones o ideologías muy diferentes a las suyas.
El
hecho no es nuevo en la historia de la humanidad y se ha dado con cierta
frecuencia en las grandes ciudades. Lo nuevo del pluralismo moderno es la
fuerza que va adquiriendo ese fenómeno que el sociólogo norteamericano Peter L.
Berger llama, en su último libro, «la contaminación cognoscitiva»: los
diferentes estilos de vida, valores, creencias, posiciones religiosas y morales
se mezclan cada vez más. Y no solo en el seno de la sociedad; también en el
interior de cada uno.
Las
personas reaccionan de diversas maneras ante esta realidad. Hay bastantes que
caen en un relativismo generalizado; han descubierto que su religión o su moral
no es la única posible, y, poco a poco, se ha abierto en ellas el resquicio de
la duda: « ¿Dónde estará la verdad?» Hay quienes optan entonces por ahondar en
su propia fe para conocerla y fundamentarla mejor. Pero hay también quienes se
abandonan a un relativismo total: «Nada se puede saber con certeza»; «todo da
igual»; « ¿para qué complicarse más?»
Otros,
por el contrario, se atrincheran en una ortodoxia de «ghetto» y hasta en el
fanatismo. Es difícil para muchos vivir sin seguridad absoluta, sobre todo en lo
que afecta a las cuestiones más vitales de la existencia. Por eso, cuando el
relativismo parece ya excesivo en una sociedad, es normal que el absolutismo y
el integrismo doctrinal adquieran para algunos un fuerte atractivo. Hay que
defender la propia ortodoxia y combatir los errores: «Fuera de nuestro grupo no
hay nada bueno ni verdadero.» Naturalmente, no pienso solo en «ortodoxias» de
carácter religioso; las hay también de orden político o ideológico, vinculadas
a un determinado estilo de vida o de filosofía.
No es
fácil vivir hoy con honestidad las propias convicciones en una sociedad que
parece tolerarlo todo, pero donde los fanatismos vuelven a cobrar tanta fuerza.
Los cristianos, por nuestra parte, habremos de aprender a vivir nuestra propia
fe sin disolverla ligeramente en falsos relativismos y sin encerrarnos
ciegamente en fanatismos que poco tienen que ver con el espíritu de Cristo.
Siempre
es posible la lealtad innegociable al mensaje de Cristo y a su persona, y la
apertura honesta a todo lo bueno y positivo que se encuentra fuera del
cristianismo. Esta es la lección que nos llega de ese Jesús que, en cierta
ocasión, corrigió a sus discípulos cuando rechazaban a un hombre que «echaba
demonios», solo porque, según decían, «no es de los nuestros». El mensaje de
Jesús es claro: El que hace el bien, aunque no sea de los nuestros, está a
favor nuestro.