Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 2, 13-25
El celo de tu casa me
devora.
Cada vez son más los que toman nota de
ese dato que ponía de relieve hace unos años P. Richard: Dios está presente en
los pueblos pobres y marginados de la Tierra, y se está ocultando lentamente en
los pueblos ricos y poderosos. Los países del Tercer Mundo son pobres en poder,
dinero y tecnología, pero son más ricos en humanidad y espiritualidad que las
sociedades que los marginan.
Tal vez, el viejo relato de Jesús
expulsando del Templo a los mercaderes nos pone sobre la pista (no la única)
que puede explicar el porqué de este ocultamiento de Dios precisamente en la
sociedad del progreso y del bienestar. El contenido esencial de la escena
evangélica se puede resumir así: allí donde se busca el propio beneficio no hay
sitio para un Dios que es Padre de todos los hombres.
Cuando Jesús llega a Jerusalén no
encuentra gente que busca a Dios, sino comercio. El mismo Templo se ha
convertido en un gran mercado. Todo se compra y se vende. La religión sigue
funcionando, pero nadie escucha a Dios. Su voz queda silenciada por el culto al
dinero. Lo único que interesa es el propio beneficio.
Según el evangelista, Jesús actúa movido
por «el celo de la casa de Dios». El término griego significa ardor, pasión.
Jesús es un «apasionado» por la causa del verdadero Dios y, cuando ve que está
siendo desfigurado por intereses económicos, reacciona con pasión denunciando
esa religión equivocada e hipócrita.
La actuación de Jesús recuerda las
terribles condenas pronunciadas en el pasado por los profetas de Israel. Sólo
citaré las palabras que Isaías pone en boca de Dios: «Estoy harto de
holocaustos... No me traigáis más dones vacíos ni incienso execrable... Yo
detesto vuestras solemnidades y fiestas; se me han vuelto una carga que no
soporto. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las
plegarias, no escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, apartad
de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar el mal, aprended a obrar el
bien. Buscad la justicia, levantad al oprimido; defended al huérfano, proteged
a la viuda. Entonces, venid» (Isaías 1, 11-18).
No es extraño que en la «Europa de los
mercaderes» se hable hoy de «crisis de Dios» y Chile no está lejos. Allí donde se busca
la propia ventaja o ganancia sin tener en cuenta el sufrimiento de los
necesitados, no hay sitio para el verdadero Dios. Allí el anhelo de la
trascendencia se apaga y las exigencias del amor se olvidan. Las regiones del mundo donde la crisis de Dios está ya generando una profunda crisis del
hombre, necesita escuchar un mensaje claro y apasionado: «Quien no practica la
justicia, y quien no ama a su hermano, no es de Dios» (1 Juan 3, 1).
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