Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 3, 14-21
que tengan vida
eterna.
Son muchos los
observadores que, durante estos últimos años, vienen detectando en nuestra
sociedad contemporánea graves signos indicadores de «una pérdida de amor a la
vida».
Se ha hablado,
por ejemplo, del «síndrome de la pasividad» como uno de los rasgos patológicos
más característicos de nuestra sociedad industrial (E. Fromm). Son muchas las
personas que no se relacionan activamente con el mundo, sino que viven
sometidas pasivamente a los ídolos o exigencias del momento.
Individuos
dispuestos a ser alimentados, pero sin capacidad alguna de creatividad personal
propia. Hombres y mujeres cuyo único recurso es el conformismo. Seres que
funcionan por inercia, movidos por «los tirones» de la sociedad que los empuja
en una dirección o en otra.
Otro síntoma
grave es el aburrimiento creciente en las sociedades modernas. La industria de
la diversión y el ocio (TV, cine, sala de fiestas, conferencias, viajes...)
consigue que el aburrimiento sea menos consciente, pero no logra suprimirlo.
En muchos
individuos sigue creciendo la indiferencia por la vida, el sentimiento de
infelicidad, el mal sabor de lo artificial, la incapacidad de entablar contactos
vivos y amistosos.
Otro signo es
«el endurecimiento del corazón». Personas cuyo recurso es aislarse, no
necesitar de nadie, vivir «congelados afectivamente», desentenderse de todos y
defender así su pequeña felicidad cada vez más intocable y cada vez más triste.
Y, sin embargo,
los hombres estamos hechos para vivir y vivir intensamente. Y en esta misma
sociedad se puede observar la reacción de muchos hombres y mujeres que buscan
en el contacto personal íntimo o en el encuentro con la naturaleza o en el
descubrimiento de nuevas experiencias, una salida para «sobrevivir».
Pero el hombre
necesita algo más que «sobrevivir». Es triste que los creyentes de hoy no
seamos capaces de descubrir y experimentar nuestra fe como fuente de vida
auténtica.
No estamos
convencidos de que creer en Jesucristo es «tener vida eterna», es decir,
comenzar a vivir ya desde ahora algo nuevo y definitivo que no está sujeto a la
decadencia y a la muerte.
Hemos olvidado a
ese Dios cercano a cada hombre concreto, que anima y sostiene nuestra vida y
que nos llama y nos urge desde ahora a una vida más plena y más libre.
Y, sin embargo,
ser creyente es sentirse llamado a vivir con mayor plenitud, descubriendo desde
nuestra adhesión a Cristo, nuevas posibilidades, nuevas fuerzas y nuevo
horizonte a nuestro vivir diario.
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