Reflexión inspirada
en el evangelio según san Marcos 9, 2-10
Este es mi Hijo amado. Escúchenlo.
El teólogo alemán H. Zahrnt estudia en
uno de sus libros (La búsqueda de Dios. Diálogo teológico entre fe e
indiferencia, 1989) tres momentos culturales en la historia de Occidente. A
finales de la civilización antigua, la sociedad estaba angustiada por la
fatalidad de la muerte: «quién me podrá liberar de mi destino mortal?» Al
terminar la Edad Media, las gentes vivían atormentadas, sobre todo, por el
pecado y la condenación eterna: « ¿lograré alcanzar la salvación? » Hoy, cuando
el segundo milenio llega a su fin, el hombre moderno aparece turbado, sobre
todo, por el vacío y el sinsentido de la existencia: «qué sentido puedo darle a
mi vida?».
Ciertamente, también hoy preocupan la
culpa y la muerte, pero no constituyen el primer problema de la persona
mientras recorre su vida. Ya no inquietan como en el pasado el perdón del
pecado o la salvación eterna. Lo que el hombre de hoy anhela es vivir de manera
plena y dichosa. Pero, ¿qué ha de hacer la humanidad para orientarse hacia la
felicidad verdadera?, ¿en qué se puede apoyar?
De la vida se puede decir lo mismo que
de una casa: los cimientos son más importantes que el edificio. No basta
construir el «edificio de la existencia» asegurando el alimento, la salud, el
desarrollo o el bienestar. Por mucho que cuidemos todo esto (y hay que hacerlo),
nuestra existencia no tendrá estabilidad si está construida sobre arena.
La vida necesita de un «fundamento
sólido» para tener consistencia, pero el ser humano no puede sustentarse a sí
mismo. Necesita confiar en «algo» que no es él mismo. Ese «fundamento seguro»
no puede la persona dárselo a sí misma. Lo ha de buscar para apoyarse en él.
En esta sociedad pluralista se nos hacen
llamadas a sustentar nuestras vidas en los más variados fundamentos: bienestar,
prestigio social, calidad de vida, progreso, placer. Cada hombre y cada mujer
ha de decidir sobre qué fundamenta su existencia con todo el riesgo y la
incertidumbre que esto lleva consigo. Desde el evangelio se nos hace una
llamada clara a construir nuestra vida apoyándonos en Jesucristo como verdadero
salvador. Así dice la voz que resuena en lo alto del Tabor: «Éste es mi Hijo
amado, escúchenlo. » Y, cuando los discípulos caen por tierra asustados, el
mismo Jesús los reconforta: «No tengan miedo.»
No hemos de tener miedo. Lo propio de la
fe cristiana consiste en fundamentar la existencia en Jesucristo. Él es el
salvador no sólo de la muerte, también de la vida. Él es el salvador no sólo
del pecado, también del absurdo de una vida vivida sin sentido profundo alguno.
Él es el camino, la verdad y la vida. El que lo ha encontrado, lo sabe.
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