Despedida inolvidable
También Jesús sabe que sus horas están
contadas. Sin embargo, no piensa en ocultarse o huir. Lo que hace es organizar
una cena especial de despedida con sus amigos y amigas más cercanos. Es un
momento grave y delicado para él y para sus discípulos: lo quiere vivir en toda
su hondura. Es una decisión pensada.
Consciente de la inminencia de su muerte,
necesita compartir con los suyos su confianza total en el Padre incluso en esta
hora. Los quiere preparar para un golpe tan duro; su ejecución no les tiene que
hundir en la tristeza o la desesperación. Tienen que compartir juntos los
interrogantes que se despiertan en todos ellos: ¿qué va a ser del reino de Dios
sin Jesús? ¿Qué deben hacer sus seguidores? ¿Dónde van a alimentar en adelante
su esperanza en la venida del reino de Dios?
Al parecer, no se trata de una cena
pascual. Es cierto que algunas fuentes indican que Jesús quiso celebrar con sus
discípulos la cena de Pascua o séder, en la que los judíos conmemoran la
liberación de la esclavitud egipcia. Sin embargo, al describir el banquete, no
se hace una sola alusión a la liturgia de la Pascua, nada se dice del cordero
pascual ni de las hierbas amargas que se comen esa noche, no se recuerda
ritualmente la salida de Egipto, tal como estaba prescrito.
Por otra parte es impensable que esa misma
noche en la que todas las familias estaban celebrando la cena más importante
del calendario judío, los sumos sacerdotes y sus ayudantes lo dejaran todo para
ocuparse de la detención de Jesús y organizar una reunión nocturna con el fin
de ir concretando las acusaciones más graves contra él. Parece más verosímil la
información de otra fuente que sitúa la cena de Jesús antes de la fiesta de
Pascua, pues nos dice que Jesús es ejecutado el 14 de nisán, la víspera de
Pascua. Así pues, no parece posible establecer con seguridad el carácter
pascual de la última cena. Probablemente, Jesús peregrinó hasta Jerusalén para
celebrar la Pascua con sus discípulos, pero no pudo llevar a cabo su deseo,
pues fue detenido y ajusticiado antes de que llegara esa noche. Sin embargo, sí
le dio tiempo para celebrar una cena de despedida.
En cualquier caso, no es una comida
ordinaria, sino una cena solemne, la última de tantas otras que habían
celebrado por las aldeas de Galilea. Bebieron vino, como se hacía en las
grandes ocasiones; cenaron recostados para tener una sobremesa tranquila, no
sentados, como lo hacían cada día.
Probablemente no es una cena de Pascua,
pero en el ambiente se respira ya la excitación de las fiestas pascuales. Los
peregrinos hacen sus últimos preparativos: adquieren pan ázimo y compran su
cordero pascual. Todos buscan un lugar en los albergues o en los patios y
terrazas de las casas. También el grupo de Jesús busca un lugar tranquilo. Esa
noche Jesús no se retira a Betania como los días anteriores. Se queda en
Jerusalén. Su despedida ha de celebrarse en la ciudad santa. Los relatos dicen
que celebró la cena con los Doce, pero no hemos de excluir la presencia de
otros discípulos y discípulas que han venido con él en peregrinación. Sería muy
extraño que, en contra de su costumbre de compartir su mesa con toda clase de
gentes, incluso pecadores, Jesús adoptara de pronto una actitud tan selectiva y
restringida.
¿Podemos saber qué se vivió realmente en
esa cena?
Jesús vivía las comidas y cenas que hacía
en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios.
Todos conocen esas comidas animadas por la fe de Jesús en el reino definitivo
del Padre.
Es uno de sus rasgos característicos
mientras recorre las aldeas. También esta noche, aquella cena le hace pensar en
el banquete final del reino. Dos sentimientos embargan a Jesús. Primero, la
certeza de su muerte inminente; no lo puede evitar: aquella es la última copa
que va a compartir con los suyos; todos lo saben: no hay que hacerse ilusiones.
Al mismo tiempo, su confianza inquebrantable en el reino de Dios, al que ha
dedicado su vida entera. Habla con claridad: «Os aseguro: ya no beberé más del
fruto de la vid hasta el día en que lo beba, nuevo, en el reino de Dios». La
muerte está próxima. Jerusalén no quiere
responder a su llamada. Su actividad como
profeta y portador del reino de Dios va a ser violentamente truncada, pero su
ejecución no va a impedir la llegada del reino de Dios que ha estado anunciando
a todos. Jesús mantiene inalterable su fe en esa intervención salvadora de
Dios. Está seguro de la validez de su mensaje. Su muerte no ha de destruir la
esperanza de nadie. Dios no se echará atrás. Un día Jesús se sentará a la mesa
para celebrar, con una copa en sus manos, el banquete eterno de Dios con sus
hijos e hijas. Beberán un vino «nuevo» y compartirán juntos la fiesta final del
Padre. La cena de esta noche es un símbolo.
Movido por esta convicción, Jesús se
dispone a animar la cena contagiando a sus discípulos su esperanza.
Comienza la comida siguiendo la costumbre
judía: se pone en pie, toma en sus manos pan y pronuncia, en nombre de todos,
una bendición a Dios, a la que todos responden diciendo «amén». Luego rompe el
pan y va distribuyendo un trozo a cada uno. Todos conocen aquel gesto.
Probablemente se lo han visto hacer a Jesús en más de una ocasión. Saben lo que
significa aquel rito del que preside la mesa: al obsequiarles con este trozo de
pan, Jesús les hace llegar la bendición de Dios. ¡Cómo les impresionaba cuando
se lo daba a los pecadores, recaudadores y prostitutas! Al recibir aquel pan,
todos se sentían unidos entre sí y
con Dios. Pero aquella noche, Jesús añade
unas palabras que le dan un contenido nuevo e insólito a su gesto. Mientras les
distribuye el pan les va diciendo estas palabras: «Esto es mi cuerpo. Yo soy
este pan. Vedme en estos trozos entregándome hasta el final, para haceros
llegar la bendición del reino de Dios».
¿Qué sintieron aquellos hombres y mujeres
cuando escucharon por vez primera estas palabras de Jesús?
Les sorprende mucho más lo que hace al
acabar la cena. Todos conocen el rito que se acostumbra. Hacia el final de la
comida, el que presidía la mesa, permaneciendo sentado, cogía en su mano
derecha una copa de vino, la mantenía a un palmo de altura sobre la mesa y
pronunciaba sobre ella una oración de acción de gracias por la comida, a la que
todos respondían «amén». A continuación bebía de su copa, lo cual servía de
señal a los demás para que cada uno bebiera de la suya. Sin embargo, aquella
noche Jesús cambia el rito e invita a sus discípulos y discípulas a que todos
beban de una única copa: ¡la suya! Todos comparten esa «copa de salvación»
bendecida por Jesús. En esa copa que se va pasando y ofreciendo a todos, Jesús
ve algo «nuevo» y peculiar que quiere explicar: «Esta copa es la nueva Alianza
en mi sangre. Mi muerte abrirá un futuro nuevo para vosotros y para todos».
Jesús no piensa solo en sus discípulos más cercanos.
En este momento decisivo y crucial, el
horizonte de su mirada se hace universal: la nueva Alianza, el reino definitivo
de Dios será para muchos, «para todos» .
Con estos gestos proféticos de la entrega
del pan y del vino, compartidos por todos, Jesús convierte aquella cena de
despedida en una gran acción sacramental, la más importante de su vida, la que
mejor resume su servicio al reino de Dios, la que quiere dejar grabada para
siempre en sus seguidores. Quiere que sigan vinculados a él y que alimenten en
él su esperanza. Que lo recuerden siempre entregado a su servicio. Seguirá
siendo «el que sirve», el que ha ofrecido su vida y su muerte por ellos, el
servidor de todos. Así está ahora en medio de ellos en aquella cena y así
quiere que lo recuerden siempre. El pan y la copa de vino les evocará antes que
nada la fiesta final del reino de Dios; la entrega de ese pan a cada uno y la
participación en la misma copa les traerá a la memoria la entrega total de
Jesús. «Por vosotros»: estas palabras resumen bien lo que ha sido su vida al
servicio de los pobres, los enfermos, los pecadores, los despreciados, las
oprimidas, todos los necesitados... Estas palabras expresan lo que va a ser
ahora su muerte: se ha «desvivido» por ofrecer a todos, en nombre de Dios,
acogida, curación, esperanza y perdón.
Ahora entrega su vida hasta la muerte
ofreciendo a todos la salvación del Padre.
Así fue la despedida de Jesús, que quedó
grabada para siempre en las comunidades cristianas. Sus seguidores no quedarán
huérfanos; la comunión con él no quedará rota por su muerte; se mantendrá hasta
que un día beban todos juntos la copa de «vino nuevo» en el reino de Dios. No
sentirán el vacío de su ausencia: repitiendo aquella cena podrán alimentarse de
su recuerdo y su presencia. Él estará con los suyos sosteniendo su esperanza;
ellos prolongarán y reproducirán su servicio al reino de Dios hasta el
reencuentro final. De manera germinal, Jesús está diseñando en su despedida las
líneas maestras de su movimiento de seguidores: una comunidad alimentada por él
mismo y dedicada totalmente a abrir caminos al reino de Dios, en una actitud de
servicio humilde y fraterno, con la esperanza puesta en el reencuentro de la
fiesta final.
¿Hace además Jesús un nuevo signo
invitando a sus discípulos al servicio fraterno? El evangelio de Juan dice que,
en un momento determinado de la cena, se levantó de la mesa y «se puso a lavar
los pies de los discípulos». Según el relato, lo hizo para dar ejemplo a todos
y hacerles saber que sus seguidores deberían vivir en actitud de servicio
mutuo: «Lavándoos los pies unos a otros». La escena es probablemente una
creación del evangelista, pero recoge de manera admirable el pensamiento de
Jesús. El gesto es insólito.
En una sociedad donde está tan perfectamente
determinado el rol de las personas y los grupos, es impensable que el comensal
de una comida festiva, y menos aún el que preside la mesa, se ponga a realizar
esta tarea humilde reservada a siervos y esclavos. Según el relato, Jesús deja
su puesto y, como un esclavo, comienza a lavar los pies a los discípulos.
Difícilmente se puede trazar una imagen más expresiva de lo que ha sido su
vida, y de lo que quiere dejar grabado para siempre en sus seguidores. Lo ha
repetido muchas veces: «El que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro
servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de
todos». Jesús lo expresa ahora plásticamente en esta escena: limpiando los pies
a sus discípulos está actuando como siervo y esclavo de todos; dentro de unas
horas morirá crucificado, un castigo reservado sobre todo a esclavos.