Reflexión
inspirada en el evangelio según san Lucas 24,46-53
Levantando las
manos, los bendijo.
Jesús era realista. Sabía que no podía
transformar de un día para otro aquella sociedad donde veía sufrir a tanta
gente. No tenía poder político ni religioso para provocar un cambio
revolucionario. Sólo tenía su palabra, sus gestos y su fe grande en el Dios de
los que sufren.
Por eso le gusta tanto hacer gestos de
bondad. Abraza a los niños de la calle para que no se sientan huérfanos. Toca a
los leprosos para que no se vean excluidos de las aldeas. Acoge amistosamente a
su mesa a pecadores e indeseables para que no se sientan despreciados.
No son gestos convencionales. Le salen
desde su voluntad de hacer un mundo más amable y solidario en el que las
personas se ayuden y se cuiden mutuamente. No importa que sean gestos pequeños.
Dios tiene en cuenta hasta el vaso de agua que damos a quien tiene sed.
A Jesús le gusta sobre todo bendecir.
Bendice a los pequeños y bendice sobre todo a los enfermos y desgraciados. Su
gesto está cargado de fe y de amor. Desea envolver a los que más sufren con la
compasión, la protección y la bendición de Dios.
No es extraño que, al narrar la
despedida de Jesús, Lucas la describa levantando sus manos y bendiciendo a sus
discípulos. Es su último gesto. Jesús entra en el misterio insondable de Dios y
sus seguidores quedan envueltos en su bendición.
Hace ya mucho tiempo que lo hemos
olvidado, pero la Iglesia ha de ser en medio del mundo una fuente de bendición.
En un mundo donde es tan frecuente maldecir, condenar, hacer daño y denigrar,
es más necesaria que nunca la presencia de seguidores de Jesús que sepan
bendecir, buscar el bien, hacer el bien, atraer hacia el bien.
Una Iglesia fiel a Jesús está llamada a
sorprender a la sociedad con gestos públicos de bondad, rompiendo esquemas y
distanciándose de estrategias, estilos de actuación y lenguajes agresivos que
nada tienen que ver con Jesús, el profeta que bendecía a las gentes con sus
gestos y palabras de bondad.
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