Reflexión inspirada en el evangelio
según san Juan 20,19-31
“Se
llenaron de alegría.”
Todos hemos conocido alguna vez momentos
de alegría intensa y clara. Tal vez, sólo ha sido una experiencia breve y
frágil, pero suficiente para vivir una sensación de plenitud y cumplimiento.
Nadie nos lo tiene que decir desde fuera.
Cada uno sabemos que en el fondo de
nuestro ser está latente la necesidad de la alegría. Su presencia no es algo
secundario y de poca importancia. La necesitamos para vivir. La alegría ilumina
nuestro misterio interior y nos devuelve la vida. La tristeza lo apaga todo.
Con la alegría todo recobra un color nuevo; la vida tiene sentido; todo se
puede vivir de otra manera.
No es fácil decir en qué consiste la
alegría, pero ciertamente hay que buscarla por dentro. La sentimos en nuestro
interior, no en lo externo de nuestra persona. Puede iluminar nuestro rostro y
hacer brillar nuestra mirada, pero nace en lo más íntimo de nuestro ser. Nadie
puede poner alegría en nosotros si nosotros no la dejamos nacer en nuestro
corazón.
Hay algo paradójico en la alegría. No
está a nuestro alcance, no la podemos «fabricar» cuando queremos, no la
recuperamos a base de esfuerzo, es una especie de «regalo» misterioso. Sin
embargo, en buena parte, somos responsables de nuestra alegría, pues nosotros
mismos la podemos impedir o ahogar.
Desde una perspectiva cristiana, la raíz
última del gozo está en Dios. La alegría no es simplemente un estado de ánimo.
Es la presencia viva de Cristo en nosotros, la experiencia de la cercanía y de
la amistad de Dios, el fruto primero de la acción del Espíritu en nuestro
corazón. El relato del evangelio que hoy comentamos dice que «los discípulos se llenaron de alegría al
ver al Señor».
Es fácil estropear esta alegría
interior. Basta con encerrarse en uno mismo, endurecer el corazón, ser infiel a
la propia conciencia, alimentar nostalgias y deseos imposibles, pretender
acapararlo todo.
Por el contrario, la mejor manera de
alimentar la alegría es vivir amando. Quien no conoce el amor cae fácilmente en
la tristeza. Por eso, el culmen de la alegría se alcanza cuando dos personas se
miran desde un amor recíproco desinteresado. Es fácil que entonces presientan
la alegría que nace de ese Dios que es sólo Amor.
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