Reflexión
inspirada en el evangelio según san Juan 10,27-30
Mis ovejas escuchan mi voz.
El acto de creer es siempre una decisión
absolutamente personal, cualquiera que sea la edad y la trayectoria de quien lo
hace. Una decisión en la que nada ni nadie puede suplantar a la persona. No se
cree en Jesucristo por tradición familiar o presión ambiental. En este sentido,
la fe no se transmite ni se hereda. Ha de nacer de la libertad de cada persona
como una de las decisiones más importantes de su vida.
El acto de creer no tiene nada que ver
con la credulidad o el iluminismo. Estamos hoy muy lejos de las tesis
cientifistas de comienzos de siglo, que consideraban la fe como fruto de una
debilidad mental o psicológica. Creer es un acto profundamente responsable y
comprometido.
El acto de creer no es, sin embargo,
resultado de una investigación científica. La ciencia no puede responder a las
cuestiones últimas de la existencia. Se queda muda, pues no es su competencia.
Sólo sabe investigar el funcionamiento del mundo. Una cosa es la actitud
abierta y confiada ante el Misterio último de la existencia que llamamos «Dios», y otra la acumulación de
conocimientos organizados que una sociedad ha logrado en un determinado momento
de su historia.
En la fe cristiana es decisivo el
encuentro personal con Cristo. El punto de partida y los itinerarios de cada
persona pueden ser diferentes, pero Cristo es el «camino» que lleva hacia Dios.
Por ello, es decisivo conocer a Cristo. El es el «Buen Pastor», y quienes se
dejan guiar por él lo «conocen».
No se trata de un conocimiento teórico.
En el lenguaje bíblico, «conocer» es experimentar, entrar en comunión íntima.
No se conoce desde la distancia, sino por medio de una relación vital. Conocer
a Cristo es quererlo, experimentar que su presencia nos hace bien, acogerlo
como a alguien único e inconfundible que da otro tono y vitalidad a nuestro
vivir diario.
Son bastantes los bautizados cuya fe se
mueve en una atmósfera abstracta de convicciones, creencias y ritos. No
«conocen» vitalmente a Cristo. En su cristianismo falta precisamente Cristo, el
único que podría reavivar su fe, eliminar sus prejuicios y resistencias,
enseñarles a creer de manera diferente. Para ser cristiano, lo primero es
encontrarse personalmente con Cristo, «escuchar
su voz» y seguirle.
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