Reflexión inspirada en el evangelio
según san Juan 20, 1-9
“...que
él había de resucitar de entre los muertos”
Hay creyentes que, al celebrar la
resurrección de Cristo, ponen su mirada en el pasado, en lo que le sucedió al Crucificado.
Su atención se centra, sobre todo, en ese gesto creador del Padre que levantó
de la muerte a Jesús para introducirlo en la vida plena de Dios. Esta manera de
vivir la resurrección hace brotar el canto, la alabanza y la acción de gracias
a ese Dios que no abandona nunca a quien confía en él.
Sin negar esta intervención de Dios, hay
creyentes que viven la resurrección de Jesús como una experiencia presente, que
ilumina y renueva su existencia. Cristo está hoy vivo, «resucitando» nuestras
vidas. Esta manera de vivir la resurrección genera una fe semejante a la de san
Pablo: «Ya no soy yo quien vive. Es Cristo quien vive en mí.»
Pero hay otro camino para vivir la
resurrección de Cristo, que fue fundamental en la experiencia de los primeros
creyentes y puede tener una importancia particular en estos tiempos de crisis y
desencanto. La resurrección de Cristo nos impulsa a mirar el futuro con
esperanza. Es importante saber qué le sucedió al muerto Jesús en el pasado. Es
fundamental vivir la adhesión a un Cristo vivo en el presente. Pero todo
alcanza su verdadera orientación cuando acertamos a vivir con la esperanza
puesta en Cristo resucitado y en el futuro que desde él se nos promete.
Quien vive animado por la fe en la
resurrección de Cristo pone su mirada en el futuro. No permanece esclavo de las
heridas y pecados que ha podido haber en su pasado. No se detiene tampoco en
las crisis y sufrimientos del presente. Mira siempre hacia adelante, hacia lo
que nos espera. Lo que todavía está oculto pero se nos anuncia ya en Cristo
resucitado.
Esta esperanza genera una manera nueva
de estar en la vida. El cristiano lo ve todo en marcha, en gestación,
moviéndose hacia su realización plena. No se contenta con las cosas tal como
son hoy; busca lo venidero. Nada aquí es definitivo, ni nuestros logros ni
nuestros fracasos. Todo es penúltimo. Todo es caminar hacia la «resurrección
final.» Por eso, el pecado contra la esperanza cristiana no necesita
manifestarse como «desesperación». Basta con vivir sin horizonte, sin «futuro
último» (J Moltmann), absolutizando lo inmediato, volcados en el presente como
si esta vida de cada día lo agotara todo.
La fiesta de Pascua es una llamada a
despertar en nosotros la esperanza cristiana, y a recordar algo demasiado
olvidado, incluso, por los que nos decimos creyentes: «Aquí no tenemos ciudad
permanente, andamos en busca de la futura» (Hb 13, 14).
No hay comentarios:
Publicar un comentario