Reflexión inspirada en el Evangelio según
san Mateo 25, 14-30
La parábola de los talentos es muy
conocida entre los cristianos. Según el relato, antes de salir de viaje, un
señor confía la gestión de sus bienes a tres empleados. A uno le deja cinco
talentos, a otro dos y a un tercero un talento: «a cada uno según su
capacidad». De todos espera una respuesta digna.
Los dos primeros se ponen «enseguida» a
negociar con sus talentos. Se les ve trabajar con decisión, identificados con
el proyecto de su señor. No temen correr riesgos. Cuando llega el señor le
entregan con orgullo los frutos: han logrado duplicar los talentos recibidos.
La reacción del tercer empleado es
extraña. Lo único que se le ocurre es «esconder bajo tierra» el talento
recibido para conservarlo seguro. Cuando vuelve su señor, se justifica con
estas palabras: “Señor, sé que eres un hombre exigente: cosechas donde no has
sembrado… Por eso tuve miedo y fui a enterrar tu talento: ¡aquí tienes lo tuyo!”
El señor lo condena como empleado «negligente».
En realidad, la raíz de su
comportamiento es más profunda. Este empleado tiene una imagen falsa del señor.
Lo imagina egoísta, injusto y arbitrario. Es exigente y no admite errores. No
se puede uno fiar. Lo mejor es defenderse de él.
Esta idea mezquina de su señor lo
paraliza. No se atreve a correr riesgo alguno. El miedo lo tiene bloqueado. No
es libre para responder de manera creativa a la responsabilidad que se le ha
confiado. Lo más seguro es «conservar» el talento. Con eso basta.
Probablemente, los cristianos de las
primeras generaciones captaban mejor que nosotros la fuerza interpeladora de la
parábola. Jesús ha dejado en nuestras manos el Proyecto del Padre de hacer un
mundo más justo y humano. Nos ha dejado en herencia el mandato del amor. Nos ha
confiado la gran Noticia de un Dios amigo del ser humano. ¿Cómo estamos respondiendo hoy
los seguidores de Jesús?
Cuando no se vive la fe cristiana desde
la confianza sino desde el miedo, todo se desvirtúa. La fe se conserva pero no
se contagia. La religión se convierte en deber. El evangelio es sustituido por
la observancia. La celebración queda dominada por la preocupación ritual.
Sería un error presentarnos un día ante
el Señor con la actitud del tercer empleado: "Aquí tienes lo tuyo. Aquí
está tu Evangelio, aquí está el proyecto de tu reino y tu mensaje de amor a los
que sufren. Lo hemos conservado fielmente. Lo hemos predicado correctamente. No
ha servido mucho para transformar nuestra vida. Tampoco para abrir caminos de
justicia a tu reino. Pero aquí lo tienes intacto".
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