Reflexión
inspirada en el evangelio según san Juan 2,13-22
Hay algo alarmante en nuestra sociedad
que nunca denunciaremos lo bastante. Vivimos en una civilización que tiene como
eje de pensamiento y criterio de actuación, la secreta convicción de que lo
importante y decisivo no es lo que uno es sino lo que tiene.
Se ha dicho que el dinero es «el símbolo
e ídolo de nuestra civilización» (Miguel Delibes). Y de hecho, son mayoría los
que le rinden y sacrifican todo su ser.
J. Galbraith, el gran teórico del
capitalismo moderno, describe así el poder del dinero en su obra «La sociedad
de la abundancia». El dinero «trae consigo tres ventajas fundamentales:
primero, el goce del poder que presta al hombre; segundo, la posesión real de
todas las cosas que pueden comprarse con dinero; tercero, el prestigio o
respeto de que goza el rico gracias a su riqueza».
Cuantas personas, sin atreverse a
confesarlo, saben que en su vida, lo decisivo, lo importante y definitivo es
ganar dinero, adquirir un bienestar material, lograr un prestigio económico.
Aquí está sin duda, una de las quiebras
más graves de nuestra civilización. El hombre occidental se ha hecho
materialista y, a pesar de sus grandes proclamas sobre la libertad, la justicia
o la solidaridad, apenas cree en otra cosa que no sea el dinero.
Y, sin embargo, hay poca gente feliz.
Con dinero se puede montar una casa agradable, pero no crear un hogar cálido.
Con dinero se puede comprar una cama cómoda, pero no un sueño tranquilo. Con
dinero se puede adquirir nuevas relaciones pero no despertar una verdadera
amistad. Con dinero se puede comprar placer pero no felicidad.
Pero, los creyentes hemos de recordar
algo más. El dinero abre todas las puertas, pero nunca abre la puerta de
nuestro corazón a Dios.
No estamos acostumbrados los cristianos
a la imagen violenta de un Mesías fustigando a las gentes con un azote en las
manos. Y, sin embargo, ésa es la reacción de Jesús al encontrarse con hombres
que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa sino su propio negocio.
El templo deja de ser lugar de encuentro
con el Padre cuando nuestra vida es un mercado donde sólo se rinde culto al
dinero. Y no puede haber una relación filial con Dios Padre cuando nuestras
relaciones con los demás están mediatizadas sólo por intereses de dinero.
Imposible entender algo del amor, la
ternura y la acogida de Dios a los hombres cuando uno vive comprando o
vendiéndolo todo, movido únicamente por el deseo de «negociar» su propio
bienestar.
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