Reflexión
inspirada en el evangelio según san Juan 15, 9-17
Permanezcan en mi amor.
No se trata de una frase más. Este
mandato, cargado de misterio y de promesa, es la clave del cristianismo: «Como
el Padre me ha amado, así los he amado yo: permanezcan en mi amor». Estamos
tocando aquí el corazón mismo de la fe cristiana, el criterio último para
discernir su verdad.
Únicamente «permaneciendo en el amor»,
podemos caminar en la verdadera dirección. Olvidar este amor es perderse,
entrar por caminos no cristianos, deformarlo todo, desvirtuar el cristianismo
desde su raíz.
Y sin embargo, no siempre hemos
permanecido en este amor. En la vida de bastantes cristianos ha habido y hay
todavía demasiado temor, demasiada falta de alegría y espontaneidad filial con
Dios. La teología y la predicación que ha alimentado a esos cristianos ha
olvidado demasiado el amor de Dios, ahogando así aquella alegría inicial, viva
y contagiosa que tuvo el cristianismo.
Aquello que un día fue Buena Noticia
(eu-angellion) porque anunciaba a las gentes «el amor increíble» de Dios, se ha
convertido para bastantes en la mala noticia (dis-angellion) de un Dios amenazador
que es rechazado casi instintivamente porque no deja ser, no deja vivir.
Sin embargo, la fe cristiana sólo puede
ser vivida sin traicionar su esencia como experiencia positiva, confiada y
gozosa. Por eso, en un momento en que muchos abandonan un determinado
«cristianismo» (el único que conocen), la Iglesia ha de preguntarse si en la
gestación de este abandono y junto a otros factores nada legítimos, no se
esconde una reacción colectiva contra un estado de cosas que se intuye poco
fiel al evangelio.
La aceptación de Dios o su rechazo se
juegan, en gran parte, en el modo cómo le sintamos a Dios de cara a nosotros.
Si le percibimos sólo como vigilante implacable de nuestra conducta, haremos
cualquier cosa para rehuirlo. Si lo experimentamos como padre que impulsa
nuestra vida, lo buscaremos con gozo. Por eso, uno de los servicios más grandes
que la Iglesia puede hacer al hombre de hoy es ayudarle a pasar del miedo al
amor de Dios.
Sin duda, hay un temor a Dios que es
sano y fecundo. La escritura lo considera «el comienzo de la sabiduría». Es el
temor a malograr nuestra vida encerrándonos en la propia mediocridad. Un temor
que despierta al hombre de la superficialidad, y le hace volver hacia Dios.
Pero hay un miedo a Dios que es malo. No acerca a Dios. Al contrario, aleja
cada vez más de él. Es un miedo que deforma el verdadero ser de Dios haciéndolo
inhumano. Un miedo destructivo, sin fundamento real, que ahoga la vida y el
crecimiento sano de la persona.
Para muchos, éste puede ser el cambio
decisivo. Pasar del miedo a Dios que no engendra sino angustia y rechazo más o
menos disimulado, a una confianza en él, que hace brotar en nosotros esa
alegría prometida por Jesús: «Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes
y esa alegría llegue a la plenitud».
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