ENCANTADOS CON DIOS
Reflexión
inspirada en el evangelio según san Juan 4, 5-42
La escena es cautivadora. Cansado del
camino, Jesús se sienta junto al manantial de Jacob. Pronto llega una mujer a
sacar agua. Pertenece a un pueblo semipagano, despreciado por los judíos. Con
toda espontaneidad, Jesús inicia el diálogo con ella. No sabe mirar a nadie con
desprecio, sino con ternura grande. «Mujer, dame de beber».
La mujer queda sorprendida. ¿Cómo se
atreve a entrar en contacto con una samaritana? ¿Cómo se rebaja a hablar con
una mujer desconocida? Las palabras de Jesús la sorprenderán todavía más: «Si
conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, sin duda tú misma
me pedirías a mí, y yo te daría agua viva».
Son muchas las personas que, a lo largo
de estos años, se han ido alejando de Dios sin apenas advertir lo que realmente
estaba ocurriendo en su interior. Hoy Dios les resulta un «ser extraño». Todo
lo que está relacionado con él les parece vacío y sin sentido: un mundo
infantil cada vez más lejano.
Los entiendo. Sé lo que pueden sentir.
También yo me he ido alejando poco a poco de aquel «Dios de mi infancia» que
despertaba, dentro de mí, miedos, desazón y malestar. Probablemente, sin Jesús
nunca me hubiera encontrado con un Dios que hoy es para mí un Misterio de
bondad: una presencia amistosa y acogedora en quien puedo confiar siempre.
Nunca me ha atraído la tarea de
verificar mi fe con pruebas científicas: creo que es un error tratar el
misterio de Dios como si fuera un objeto de laboratorio. Tampoco los dogmas
religiosos me han ayudado a encontrarme con Dios. Sencillamente me he dejado
conducir por una confianza en Jesús que ha ido creciendo con los años.
No sabría decir exactamente cómo se
sostiene hoy mi fe en medio de una crisis religiosa que me sacude también a mí
como a todos. Solo diría que Jesús me ha traído a vivir la fe en Dios de manera
sencilla desde el fondo de mi ser. Si yo escucho, Dios no se calla. Si yo me
abro, él no se encierra. Si yo me confío, él me acoge. Si yo me entrego, él me
sostiene. Si yo me hundo, él me levanta.
Creo que la experiencia primera y más
importante es encontrarnos a gusto con Dios porque lo percibimos como una
«presencia salvadora». Cuando una persona sabe lo que es vivir a gusto con
Dios, porque, a pesar de nuestra mediocridad, nuestros errores y egoísmos, él
nos acoge tal como somos, y nos impulsa a enfrentarnos a la vida con paz,
difícilmente abandonará la fe.
Muchas personas están hoy abandonando a
Dios antes de haberlo conocido. Si conocieran la experiencia de Dios que Jesús
contagia, lo buscarían. Si, acogiendo en su vida a Jesús, conocieran el don de
Dios, no lo abandonarían. Se sentirían a gusto con él.
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