Reflexión
inspirada en el evangelio según san Mateo 5, 13-16
Si los discípulos viven las
bienaventuranzas, su vida tendrá una proyección social. Es Jesús mismo quien se
lo dice empleando dos metáforas inolvidables. Aunque parecen un grupo
insignificante en medio de aquel poderoso imperio controlado por Roma, serán
«sal de la tierra» y «luz del mundo».
¿No es una pretensión ridícula? Jesús
les explica cómo será posible. La sal no parece gran cosa, pero comienza a
producir sus efectos, precisamente, cuando se mezcla con los alimentos y parece
que ha desaparecido. Lo mismo sucede cuando se enciende una luz: sólo puede
iluminar cuando la ponemos en medio de las tinieblas.
Jesús no está pensando en una Iglesia
separada del mundo, escondida tras sus ritos y doctrinas, encerrada en sí misma
y en sus problemas. Jesús quiere introducir en la historia humana un grupo de
seguidores, capaces de transformar la vida viviendo las bienaventuranzas.
Todos sabemos para qué sirve la sal. Por
una parte, no deja que los alimentos se corrompan. Por otra, les da sabor y
permite que los podamos saborear mejor. Los alimentos son buenos, pero se
pueden corromper; tienen sabor, pero nos pueden resultar insípidos. Es
necesaria la sal.
El mundo no es malo, pero lo podemos
echar a perder. La vida tiene sabor, pero nos puede resultar insulsa y
desabrida. Una Iglesia que vive las bienaventuranzas contribuye a que la
sociedad no se corrompa y deshumanice más. Unos discípulos de Jesús que viven
su evangelio ayudan a descubrir el verdadero sentido de la vida.
Hay un problema y Jesús se lo advierte a
sus seguidores. Si la sal se vuelve sosa, ya no sirve para nada. Si los
discípulos pierden su identidad evangélica, ya no producen los efectos queridos
por Jesús. El cristianismo se echa a perder. La Iglesia queda anulada. Los
cristianos están de sobra en la sociedad.
Lo mismo sucede con la luz. Todos
sabemos que sirve para dar claridad. Los discípulos iluminan el sentido más
hondo de la vida, si la gente puede ver en ellos «las obras» de las
bienaventuranzas. Por eso, no han de esconderse. Tampoco han de actuar para ser
vistos. Con su vida han de aportar claridad para que en la sociedad se pueda
descubrir el verdadero rostro del Padre del cielo.
No nos está permitido servirnos de la
Iglesia para satisfacer nuestros gustos y preferencias. Jesús la ha querido
para ser sal y luz. Evangelizar no es combatir la secularización moderna con
estrategias mundanas. Menos aún hacer de la Iglesia una
"contra-sociedad". Sólo una Iglesia que vive el Evangelio puede
responder al deseo original de Jesús.
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