Reflexión inspirada en el evangelio según san Mateo 5, 38-48
La llamada al amor es siempre seductora.
Seguramente, muchos acogían con agrado la llamada de Jesús a amar a Dios y al
prójimo. Era la mejor síntesis de la Ley. Pero lo que no podían imaginar es que
un día les hablara de amar a los enemigos.
Sin embargo, Jesús lo hizo. Sin respaldo
alguno de la tradición bíblica, distanciándose de los salmos de venganza que
alimentaban la oración de su pueblo, enfrentándose al clima general de odio que
se respiraba en su entorno, proclamó con claridad absoluta su llamada: “Yo, en
cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a quienes los aborrecen y
recen por quienes los calumnian”.
Su lenguaje es escandaloso y
sorprendente, pero totalmente coherente con su experiencia de Dios. El Padre no
es violento: ama incluso a sus enemigos, no busca la destrucción de nadie. Su
grandeza no consiste en vengarse sino en amar incondicionalmente a todos. Quien
se sienta hijo de ese Dios, no introducirá en el mundo odio ni destrucción de
nadie.
El amor al enemigo no es una enseñanza
secundaria de Jesús, dirigida a personas llamadas a una perfección heroica. Su
llamada quiere introducir en la historia una actitud nueva ante el enemigo
porque quiere eliminar en el mundo el odio y la violencia destructora. Quien se
parezca a Dios no alimentará el odio contra nadie, buscará el bien de todos
incluso de sus enemigos.
Cuando Jesús habla del amor al enemigo,
no está pidiendo que alimentemos en nosotros sentimientos de afecto, simpatía o
cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo alguien del que
podemos esperar daño, y difícilmente pueden cambiar los sentimientos de nuestro
corazón.
Amar al enemigo significa, antes que
nada, no hacerle mal, no buscar ni desear hacerle daño. No hemos de extrañarnos
si no sentimos amor alguno hacia él. Es natural que nos sintamos heridos o
humillados. Nos hemos de preocupar cuando seguimos alimentando el odio y la sed
de venganza.
Pero no se trata solo de no hacerle mal.
Podemos dar más pasos hasta estar incluso dispuestos a hacerle el bien si lo
encontramos necesitado. No hemos de olvidar que somos más humanos cuando
perdonamos que cuando nos vengamos alegrándonos de su desgracia.
El perdón sincero al enemigo no es
fácil. En algunas circunstancias a la persona se le puede hacer en aquel
momento prácticamente imposible liberarse del rechazo, el odio o la sed de
venganza. No hemos de juzgar a nadie desde fuera. Solo Dios nos comprende y
perdona de manera incondicional, incluso cuando no somos capaces de perdonar.
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