Reflexión
inspirada en el evangelio según san Juan 1, 6-8.19-28
“Allanen el camino del Señor.”
Los grandes movimientos religiosos han
nacido casi siempre en el desierto. Son los hombres y las mujeres del silencio
y la soledad los que al ver la luz, pueden convertirse en maestros y guías de
la Humanidad. En el desierto no es posible lo superfluo. En el silencio sólo se
escuchan las preguntas esenciales. En el desierto sólo sobrevive quien se
alimenta de lo interior.
En el cuarto evangelio, el Bautista
queda reducido a lo esencial. No es el Mesías, ni Elías vuelto a la vida, no es
el profeta. Es «una voz que grita en el desierto». No tiene poder político, no
posee título religioso alguno. No habla desde el Templo o la sinagoga. Su voz
no nace de la estrategia política ni de los intereses religiosos. Viene de lo
que escucha el ser humano cuando ahonda en lo esencial.
El presentimiento del Bautista se puede
resumir así: «Hay algo más grande, más digno y esperanzador que lo que estamos
viviendo. Nuestra vida ha de cambiar de raíz». No basta frecuentar la sinagoga
sábado tras sábado, de nada sirve leer rutinariamente los textos sagrados, es
inútil ofrecer regularmente los sacrificios prescritos por la Ley. No da vida
cualquier religión. Hay que abrirse al Misterio del Dios vivo.
En la sociedad de la abundancia y del
progreso, se está haciendo cada vez más difícil escuchar una voz que venga del
desierto. Lo que se oye es la publicidad de lo superfluo, la divulgación de lo
trivial, la palabrería de políticos prisioneros de su estrategia y hasta
discursos religiosos interesados.
Alguien podría pensar que ya no es
posible conocer a testigos que nos hablen desde el silencio y la verdad de
Dios. No es así. En medio del desierto de la vida moderna podemos encontrarnos
con personas que irradian sabiduría y dignidad pues no viven de lo superfluo.
Gente sencilla entrañablemente humana. No pronuncian muchas palabras. Es su
vida la que habla.
Ellos nos invitan, como el Bautista, a
dejarnos «bautizar», a sumergirnos en una vida diferente, recibir un nuevo
nombre, «renacer» para no sentirnos producto de esta sociedad ni hijos del
ambiente, sino hijos queridos de Dios.
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