domingo, 10 de agosto de 2014

MIEDOS


Reflexión inspirada en el evangelio según san Mateo 14, 22-33

"¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!"

El miedo y la ansiedad son fenómenos universales. Tarde o temprano, todos nos vemos asaltados por miedos más o menos precisos y experimentamos en algún grado la ansiedad. Somos seres frágiles y en cualquier momento nos sentimos amenazados.

Las gentes suelen poner en marcha diversas estrategias para combatir el miedo. La huída es probablemente el medio más utilizado; ante el peligro real o imaginario, la persona se esfuerza por evitar la situación que le produce ansiedad. Otras veces se emplea la táctica de la distracción: olvidar el problema, tratar de centrar la atención en otros aspectos de la vida.

Los profesionales de la salud, por su parte, se esfuerzan por liberar a las personas de los miedos poco sanos con diferentes terapias y «medicamentos», para que el individuo se sienta mejor y más aliviado frente a sus angustias.

Sin duda, todo este esfuerzo terapéutico es necesario, aunque a veces no proporciona sino un alivio temporal, y no llega a combatir la raíz de la ansiedad sino sus efectos. Pero, junto a estas terapias, es necesario aprender a vivir de forma más consistente y mejor enraizada. Y es ahí donde la fe, sin que sea necesario instrumentalizarla, puede convertirse en fuente inestimable de vida sana y liberada.

Por ejemplo, para sentirme bien, no es necesario que todos me aprecien y me amen, o que todos los que me rodean me aprueben en casi todo lo que hago. Puedo vivir en paz y sin temor aunque no cuente con el amor de los demás. Si soy creyente, sé que cuento siempre con el aprecio y el amor de Dios.

Tampoco tengo que hacerlo todo con absoluta perfección para estar contento conmigo mismo. Dios me entiende y me comprende. Me acepta tal como soy, con mis esfuerzos y mis limitaciones. No tengo por qué vivir atemorizado por mi pasado. El perdón de Dios me anima a renovarme mirando hacia adelante.

El origen principal de mis miedos e infelicidad está, sobre todo, en mí mismo, no en el exterior. El mundo y las personas son como son, aunque yo desearía que fueran de otra manera. Tengo que colaborar para que el mundo cambie y sea mejor, pero, sobre todo, tengo que cambiar yo. Dios que está en mí y es fuente de vida puede ser mi mejor fuerza y estímulo.

Desde esta confianza escucha el cristiano las palabras llenas de afecto que Jesús dirige a sus discípulos: «¡Animo, soy yo, no tengan miedo!» Los creyentes, como todos los humanos, son frágiles. Cualquier cosa puede turbar su paz. Su seguridad y firmeza última provienen de ese Dios que se nos ha acercado en Jesucristo. 


Boletín dominical de la Diócesis de Punta Arenas - Chile



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