“Que tengan vida eterna...”
Reflexión inspirada en el evangelio según san Juan 3, 16-18
No creo equivocarme mucho al pensar
que bastantes arrinconan a Dios porque lo encuentran triste y aburrido. Más de
un joven repetiría hoy en el fondo de su alma las conocidas palabras de F.
Nietzsche: «Yo creería únicamente en un Dios que supiera bailar».
Lo que probablemente desconocía
Nietzsche y desconocen los jóvenes de hoy es que, hace ya bastantes siglos,
teólogos cristianos intuyeron a Dios como «danza gozosa de amor».
Concretamente, para expresar la
comunión de vida y la expansión de amor y ternura que acontece en el Dios
trinitario, los Padres griegos acuñaron un término técnico, «pericoresis», que
evoca la danza de la Trinidad.
La «pericoresis» trata de sugerir
el movimiento eterno de amor con el que vibran las personas divinas, la vida
que circula entre ellas, el abrazo de amor en el que se entrelazan.
En la Trinidad todo es fiesta de
amor, coreografía divina de belleza y júbilo transparente, comunicación gozosa
de vida. Con razón decía el gran teólogo suizo K. Barth: «La Trinidad de Dios
es el misterio de su belleza. Negarla es tener un Dios sin resplandor, sin
alegría (¡y sin humor!), un Dios sin belleza».
Ninguna filosofía ni religión ha
tenido jamás la idea de «introducir » el diálogo amoroso, la danza armoniosa,
el abrazo cariñoso en Dios.
Entre ese misterio insondable de la
Trinidad y nuestra vida cotidiana, penetrada toda ella, lo confesemos o no, por
el deseo de amar y ser amados, hay un parentesco profundo. Somos «imagen de
Dios». Estructurados desde lo más hondo de nuestro ser por la vida de la
Trinidad. Llamados a ser vestigio humilde pero real de ese amor infinito.
En el fondo de toda ternura, en el
interior de todo encuentro amistoso, en la solidaridad desinteresada, en el
deseo último enraizado en la sexualidad humana, en la entraña de todo amor,
siempre vibra el amor infinito de Dios.
Por eso, la vida del ser humano no
tiene sentido sin amor. Para el hombre o la mujer, vivir significa dar, acoger
y compartir vida. Vivir, en último término, es entrar en esa danza misteriosa
de Dios y dejar circular su vida en nosotros.
Siempre que tratamos de encerrar a
Dios en imágenes y conceptos que no pueden reflejar su «danza trinitaria»,
estamos desfigurando a Dios. Siempre que vivimos sin que se pueda percibir en
nuestra vida el sabor y la alegría de Dios, estamos destruyendo en nosotros su
imagen.
Boletín dominical de la Diócesis de Punta Arenas - Chile
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