Reflexión inspirada en el evangelio
según san Juan 8,1-11
Tampoco yo te condeno.
Le presentan a
Jesús a una mujer sorprendida en
adulterio. Todos conocen su destino: será lapidada hasta la muerte según
lo establecido por la ley. Nadie habla del adúltero. Como sucede siempre en una
sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón. El desafío a
Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú ¿qué
dices?».
Jesús no soporta
aquella hipocresía social alimentada por la prepotencia de los varones. Aquella
sentencia a muerte no viene de Dios. Con sencillez y audacia admirables,
introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en el juicio a la
adúltera: «el que esté sin pecado, que arroje la primera piedra».
Los acusadores
se retiran avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de los
adulterios que se cometen en aquella sociedad. Entonces Jesús se dirige a la
mujer que acaba de escapar de la ejecución y, con ternura y respeto grande, le
dice: «Tampoco yo te condeno». Luego, la anima a que su perdón se convierta en
punto de partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más».
Así es Jesús.
Por fin ha existido sobre la tierra alguien que no se ha dejado condicionar por
ninguna ley ni poder opresivo. Alguien libre y magnánimo que nunca odió ni
condenó, nunca devolvió mal por mal. En su defensa y su perdón a esta adúltera
hay más verdad y justicia que en nuestras reivindicaciones y condenas
resentidas.
Los cristianos
no hemos sido capaces todavía de extraer todas las consecuencias que encierra
la actuación liberadora de Jesús frente a la opresión de la mujer. Desde una
Iglesia dirigida e inspirada mayoritariamente por varones, no acertamos a tomar
conciencia de todas las injusticias que sigue padeciendo la mujer en todos los
ámbitos de la vida. Algún teólogo hablaba hace unos años de "la revolución
ignorada" por el cristianismo.
Lo cierto es
que, veinte siglos después, en los países de raíces supuestamente cristianas,
seguimos viviendo en una sociedad donde con frecuencia la mujer no puede
moverse libremente sin temer al varón. La violación, el maltrato y la
humillación no son algo imaginario. Al contrario, constituyen una de las
violencias más arraigadas y que más sufrimiento genera.
¿No ha de tener
el sufrimiento de la mujer un eco más vivo y concreto en nuestras
celebraciones, y un lugar más importante en nuestra labor de concienciación
social? Pero, sobre todo, ¿no hemos de estar más cerca de toda mujer oprimida
para denunciar abusos, proporcionar defensa inteligente y protección eficaz?
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