Reflexión
inspirada en el evangelio según san Lucas 12,49-53
He venido a prender fuego en el mundo.
Da miedo utilizar la palabra «amor». Ha
quedado tan prostituida que el amor es hoy una especie de «cajón de sastre» en
el que cabe todo: lo mejor y lo peor, lo más sublime y lo más mezquino. No
digamos nada si hablamos de «caridad». Sin embargo, el amor verdadero está en
la fuente de cuanto ilumina y enardece nuestro ser. El amor hace crecer, da
vigor y sentido a nuestro vivir diario, nos recrea.
Cuando falta el amor, falta el fuego que
mueve la vida. Sin amor la vida se apaga, vegeta y termina extinguiéndose. El
que no ama se cierra y aísla cada vez más. Gira alocadamente sobre sus
problemas y ocupaciones, queda aprisionado en las trampas del sexo, cae en la
rutina del trabajo diario: le falta el motor que mueve la vida.
El amor está en el centro del evangelio,
no como una ley a cumplir disciplinadamente, sino como un «fuego» que Jesús
desea ver «ardiendo» sobre la tierra más allá de la pasividad, la mediocridad o
la rutina del buen orden. Según el profeta de Galilea, Dios está cerca buscando
hacer germinar, crecer y fructificar el amor y la justicia del Padre. Esta
presencia del Dios amante que no habla de venganza sino de amor apasionado y de
justicia fraterna es lo más esencial del Evangelio.
Jesús sentía esta presencia secreta en
la vida cotidiana: el mundo está lleno de la gracia y del amor del Padre. Esa
fuerza creadora es como un poco de levadura que ha de ir fermentando la masa,
un fuego encendido que ha de hacer arder al mundo entero. Jesús soñaba con una
familia humana habitada por el amor y la sed de justicia. Una sociedad buscando
apasionadamente una vida más digna y feliz para todos.
El gran pecado de los discípulos de
Jesús será siempre dejar que el fuego se apague. Sustituir el ardor del amor
por la doctrina religiosa, el orden o el cuidado del culto; reducir el
cristianismo a una abstracción revestida de ideología; dejar que se pierda su
poder transformador. Sin embargo, Jesús no se preocupó primordialmente de
organizar una nueva religión ni de inventar una nueva liturgia, sino que alentó
un «nuevo ser» (Tillich), el alumbramiento de un nuevo hombre movido
radicalmente por el fuego del amor y de la justicia.
Quien no se ha dejado quemar o calentar
por ese fuego no conoce todavía lo que Jesús quiso traer a la tierra. Practica
una religión pero no ha descubierto lo más apasionante del mensaje cristiano.
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