Reflexión
inspirada en el evangelio según san Marcos 14-12-16. 22-26
“Tomen, esto es
mi cuerpo.”
Como es natural,
la celebración de la misa ha ido cambiando a lo largo de los siglos.
Según la época,
teólogos y liturgistas han ido destacando algunos aspectos y descuidando otros.
La misa ha servido de marco para celebrar coronaciones de reyes y papas, rendir
homenajes o conmemorar victorias de guerra. Los músicos la han convertido en
concierto. Los pueblos la han integrado en sus devociones y costumbres
religiosas...
Después de
veinte siglos, puede ser necesario recordar algunos de los rasgos esenciales de
la última Cena del Señor, tal como era recordada y vivida por las primeras
generaciones cristianas.
En el fondo de
esa cena hay algo que jamás será olvidado: sus seguidores no quedarán
huérfanos. La muerte de Jesús no podrá romper su comunión con él. Nadie ha de
sentir el vacío de su ausencia. Sus discípulos no se quedan solos, a merced de
los avatares de la historia. En el centro de toda comunidad cristiana que
celebra la eucaristía está Cristo vivo y operante. Aquí está el secreto de su
fuerza.
De él se
alimenta la fe de sus seguidores. No basta asistir a esa cena. Los discípulos
son invitados a «comer». Para alimentar nuestra adhesión a Jesucristo,
necesitamos reunirnos a escuchar sus palabras e introducirlas en nuestro
corazón, y acercarnos a comulgar con él identificándonos con su estilo de
vivir. Ninguna otra experiencia nos puede ofrecer alimento más sólido.
No hemos de
olvidar que «comulgar» con Jesús es comulgar con alguien que ha vivido y ha
muerto «entregado» totalmente por los demás. Así insiste Jesús. Su cuerpo es un
«cuerpo entregado» y su sangre es una «sangre derramada» por la salvación de
todos. Es una contradicción acercarnos a «comulgar» con Jesús, resistiéndonos
egoístamente a preocuparnos de algo que no sea nuestro propio interés.
Nada hay más
central y decisivo para los seguidores de Jesús que la celebración de esta cena
del Señor. Por eso hemos de cuidarla tanto.
Bien celebrada,
la eucaristía nos moldea, nos va uniendo a Jesús, nos alimenta de su vida, nos
familiariza con el evangelio, nos invita a vivir en actitud de servicio
fraterno, y nos sostiene en la esperanza del reencuentro final con él.
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