Reflexión inspirada en el evangelio
según san Juan 11, 1-45
Por lo general, no sabemos cómo
relacionamos con los seres queridos que se nos han muerto. Durante un tiempo
vivimos con el corazón apenado llorando el vacío que han dejado en nuestra
vida. Luego los vamos olvidando poco a poco. Llega un día en que apenas
significan algo en nuestra existencia.
Está muy extendida la idea de que
los difuntos son seres etéreos, despersonalizados, con una identidad vaga y
difusa, aislados en su mundo misterioso, ajenos a nuestro cariño. A veces se
diría que pensamos como los antiguos judíos cuando hablaban de la existencia de
los muertos en el «sheol», separados
del Dios de la vida.
Sin embargo, para un cristiano
morir no es perderse en el vacío, lejos del Creador. Es precisamente entrar en
la salvación de Dios, compartir su vida eterna, vivir transformados por su amor
insondable. Nuestros difuntos no están muertos. Viven la plenitud de Dios que
lo llena todo.
Al morir, nos hemos quedado
privados de su presencia física, pero, al vivir actualmente en Dios, han
penetrado de forma más real en nuestra existencia. No podemos disfrutar de su
mirada, escuchar su voz, ni sentir su abrazo. Pero podemos vivir sabiendo que
nos aman más que nunca pues nos aman desde Dios.
Su vida es incomparablemente más
intensa que la nuestra. Su gozo no tiene fin. Su capacidad de amar no conoce
límites ni fronteras. No viven separados de nosotros sino más dentro que nunca
de nuestro ser. Su presencia transfigurada y su cariño nos acompañan siempre.
No es una ficción piadosa vivir una
relación personal con nuestros seres queridos que viven ya en Dios. Podemos
caminar envueltos por su presencia, sentirnos acompañados por su amor, gozar
con su felicidad, contar con su cariño y apoyo, e, incluso, comunicamos con
ellos en silencio o con palabras, en ese lenguaje no siempre fácil pero hondo y
entrañable que es el lenguaje de la fe.
Somos muchos los que estos días
recordaremos a seres queridos que ya no viven entre nosotros. No los hemos
perdido. No han desaparecido en la nada. Viven en Dios. Los tenemos cerca. Los
podemos querer más que nunca. Para siempre.
No los hemos perdido. No han
desaparecido en la nada. Los podemos querer más que nunca pues viven en Dios.
Es Jesús el que sostiene nuestra fe: «Yo
soy la resurrección y la vida: el que cree en mi, aunque haya muerto vivirá».
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