Reflexión inspirada en el evangelio
según san Juan 9, 1-41
Posiblemente, bastantes juzgarán
excesivamente negativa la afirmación del pensador húngaro Ladislaus Boros cuando dice que «nuestra vida es en gran parte una
mentira».
Es cierto que hay en nosotros
momentos de honradez, lealtad y franqueza, y, sin embargo, ¿no es también
cierto que, de alguna manera, nos mentimos a nosotros mismos a lo largo de toda
la vida?
Con esto no queremos decir que nos
pasemos la vida falseando los hechos o tratando de engañar a los que nos
rodean. Se trata de algo más sutil y profundo. Lo podríamos llamar
«inautenticidad de nuestra existencia».
Nuestra vida consiste, en gran
parte, en eludir. No queremos
enfrentarnos a lo que nos obligaría a cambiar. No queremos reconocer nuestras
equivocaciones y nuestro pecado. Quizás no obramos con mala intención.
Sencillamente eludimos lo que nos urgiría a vivir con más verdad.
No escuchamos las llamadas que
nacen desde nuestra conciencia, invitándonos a ser mejores. Pasamos de largo
ante todo aquello que cuestiona nuestra vida. No mentimos con nuestra boca,
pero mentimos con nuestra vida.
Preferimos seguir cerrando los ojos
y el corazón. Tal vez, proclamamos los grandes ideales de «verdad», «justicia»
y «paz» para otros. Pero nosotros no damos ningún paso para transformar nuestra
vida.
Entonces corremos el riesgo de
limitarnos a «vegetar». Casi sin advertirlo, nuestra vida se va haciendo
monótona e insulsa. Tratamos de reavivarla con mil distracciones y proyectos,
pero la monotonía va envolviendo lentamente toda nuestra existencia de tedio y
vaciedad.
El que no vive su vida desde su
verdad más honda, puede conocer el éxito y el bienestar, pero no sabrá nunca lo
que es la felicidad interior. Y la razón de este descontento es muy simple,
aunque hoy casi todos lo olviden: el ser humano es incapaz de ser totalmente
superficial.
De ahí la necesidad de reaccionar y
dejar brotar en nosotros esa «verdad interior» que, una y otra vez, pugna por
abrirse camino en nuestra vida.
Lo que necesitamos es mayor lealtad
ante nosotros mismos y ante Dios. Una actitud más sincera y transparente que
nos permita vernos tal como somos y abrirnos más humildemente a la verdad.
No encerrarnos tercamente en
nuestra ceguera. No obstinarnos en defender lo que es indefendible en nuestra
vida. No seguir engañándonos por más tiempo. Abrir los ojos.
El episodio de la curación del
ciego de Siloé nos recuerda que cuando un hombre se deja iluminar y trabajar
por Jesús, se le abren los ojos y comienza a verlo todo con luz nueva.