Reflexión inspirada en el evangelio
según san Lucas 18, 9-14
Teniéndose por justos...
despreciaban a los demás.
Hoy nadie quiere ser llamado
fariseo, y con razón. Pero esto no prueba, desgraciadamente, que los fariseos
hayan desaparecido. Al contrario, si la parábola del fariseo y el publicano fue
dirigida a «quienes teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y
despreciaban a los demás», quizás el auditorio ha crecido.
El fariseo de ayer y de hoy es
esencialmente el mismo. Un hombre satisfecho de sí mismo y seguro de su valer.
Un hombre que se cree siempre con la razón. Posee en exclusiva la verdad, y se
sirve de ella para juzgar y condenar a los demás.
El fariseo juzga, condena,
clasifica. El siempre está entre los que poseen la verdad y tienen las manos
limpias. El fariseo no cambia, no se arrepiente de nada, no se corrige. No se
siente cómplice de ninguna injusticia. Por eso, exige siempre a los demás
cambiar, renovarse y ser más justos.
Quizás sea éste uno de los males
más graves de nuestra sociedad. Queremos cambiar las cosas. Lograr una sociedad
más humana y más habitable. Transformar la historia de los hombres y hacerla
mejor. Pero, ilusos de nosotros, pensamos cambiar la sociedad sin cambiar
ninguno de nosotros.
Queremos lograr el nacimiento de un
hombre más libre y responsable, y pensamos que la esclavitud y las cadenas nos
las imponen siempre desde fuera, Y, en nuestra ingenuidad farisea, pensamos
poder lograr una convivencia social más libre y responsable, sin liberarnos
cada uno del egoísmo y los mezquinos intereses que nos esclavizan desde dentro.
Queremos una sociedad más justa y
estamos dispuestos a luchar por ella, olvidando quizás que el primer combate lo
tenemos que entablar con nosotros mismos, pues cada uno de nosotros somos un
«pequeño opresor» que, en la medida de nuestras pequeñas posibilidades, crea
injusticia.
Queremos paz y va creciendo nuestra
insensibilidad y nuestra irresponsabilidad personal ante la violencia. Pensamos
estar libres de toda culpa, porque en nuestro interior condenamos todavía estos
hechos. Creemos resolverlo todo clasificando los muertos y condenando
exclusivamente las muertes de un determinado color.
Y no nos atrevemos a gritar un «no»
absoluto y radical. Un «no» rotundo, que no es condena farisea de otros que
matan. Sino condena a todos nosotros, incapaces de resolver nuestros problemas
sin violencia.
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