Al verlo, le dio lástima y se acercó.
Reflexión inspirada en el Evangelio según san Lucas 10, 25-37
No siempre somos conscientes de los
rechazos, desprecios y condenas que alimentamos dentro de nosotros a causa de
prejuicios heredados del pasado o construidos por nosotros mismos. Sin embargo,
son esos prejuicios “institucionalizados” los que modelan con frecuencia
nuestra manera de sentir, de pensar y de comportarnos con otros grupos que no
son el nuestro.
En todas las culturas, antiguas o
modernas, el ser humano trata de afirmar su pertenencia al propio grupo social,
político o religioso poniendo límites frente a los otros. Levantamos fronteras
para marcar las diferencias y asegurar nuestra propia identidad.
Lo grave es que, con frecuencia,
tendemos a considerar como “inferiores” a quienes son diferentes y no
pertenecen a nuestra raza, nación, religión o partido. No sólo es eso. La
“lealtad” al propio grupo nos puede conducir a una hostilidad o rechazo que nos
pasa desapercibido, pero que forma parte de nuestro ser. Cuando esto sucede,
desaparece la mirada amistosa y compasiva con la que un ser humano ha de mirar
a otro.
La parábola del buen samaritano es
un desafío del sectarismo que envenena nuestras relaciones. El hombre caído en
el camino ve acongojado cómo se desentienden de él aquellos de los que podía
esperar ayuda: los “suyos”, los representantes de su religión, los de su
pueblo. Cuando se acerca un samaritano, enemigo proverbial de Israel, sólo
puede esperar lo peor. Es él, sin embargo, quien se acerca, lo mira con
compasión y lo salva.
Este hombre es capaz de reaccionar
contra prejuicios seculares y ser “desleal” a su propio pueblo para
identificarse con un ser humano que sufre y necesita ayuda. El mensaje de Jesús
es claro. No ha de ser el propio grupo, la propia religión o el propio pueblo
los que nos indiquen a quién amar y a quién odiar, a quién acercarnos o a quién
ignorar. El amor según el evangelio exige lealtad, no al propio grupo, sino al ser
humano que sufre aunque no comparta nuestra identidad. La parábola es
revolucionaria: ¿Para qué sirve una religión si no es capaz de romper los
sectarismos y crear fraternidad?
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