Reflexión inspirada en el evangelio
de Lucas
7, 11-17
Jesús llega a Naín cuando en la
pequeña aldea se está viviendo un hecho muy triste. Jesús viene del camino,
acompañado de sus discípulos y de un gran gentío. De la aldea sale un cortejo
fúnebre camino del cementerio. Una madre viuda, acompañada por sus vecinos,
lleva a enterrar a su único hijo.
En pocas palabras, Lucas nos ha
descrito la trágica situación de la mujer. Es una viuda, sin esposo que la
cuide y proteja en aquella sociedad controlada por los varones. Le quedaba solo
un hijo, pero también éste acaba de morir. La mujer no dice nada. Solo llora su
dolor. ¿Qué será de ella?
El encuentro ha sido inesperado.
Jesús venía a anunciar también en Naín la Buena Noticia de Dios. ¿Cuál será su
reacción? Según el relato, “el Señor la miró, se conmovió y le dijo: No
llores”. Es difícil describir mejor al Profeta de la compasión de Dios.
No conoce a la mujer, pero la mira
detenidamente. Capta su dolor y soledad, y se conmueve hasta las entrañas. El
abatimiento de aquella mujer le llega hasta dentro. Su reacción es inmediata:
“No llores”. Jesús no puede ver a nadie llorando. Necesita intervenir.
No lo piensa dos veces. Se acerca
al féretro, detiene el entierro y dice al muerto: “Muchacho, a ti te lo digo,
levántate”. Cuando el joven se reincorpora y comienza a hablar, Jesús “lo entrega
a su madre” para que deje de llorar. De nuevo están juntos. La madre ya no
estará sola.
Todo parece sencillo. El relato no
insiste en el aspecto prodigioso de lo que acaba de hacer Jesús. Invita a sus
lectores a que vean en él la revelación de Dios como Misterio de compasión y
Fuerza de vida, capaz de salvar incluso de la muerte. Es la compasión de Dios
la que hace a Jesús tan sensible al sufrimiento de la gente.
En la Iglesia hemos de recuperar
cuanto antes la compasión como el estilo de vida propio de los seguidores de
Jesús. La hemos de rescatar de una concepción sentimental y moralizante que la
ha desprestigiado. La compasión que exige justicia es el gran mandato de Jesús:
“Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”.
Esta compasión es hoy más necesaria
que nunca. Desde los centros de poder, todo se tiene en cuenta antes que el
sufrimiento de las víctimas. Se funciona como si no hubiera dolientes ni
perdedores. Desde las comunidades de Jesús se tiene que escuchar un grito de
indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en
serio; no puede ser aceptado socialmente como algo normal pues es inaceptable
para Dios. Él no quiere ver a nadie llorando.
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