Reflexión inspirada en el texto del
Evangelio según san Lucas 2, 22-40
El relato del nacimiento de Jesús
es desconcertante. Según Lucas, Jesús nace en un pueblo en el que no hay sitio
para acogerlo. Los pastores lo han tenido que buscar por todo Belén hasta que
lo han encontrado en un lugar apartado, recostado en un pesebre, sin más
testigos que sus padres.
Al parecer, Lucas siente necesidad
de construir un segundo relato en el que el niño sea rescatado del anonimato
para ser presentado públicamente. ¿Qué lugar más apropiado que el Templo de
Jerusalén para que Jesús sea acogido solemnemente como el Mesías enviado por
Dios a su pueblo?
Pero, de nuevo, el relato de Lucas
va a ser desconcertante. Cuando los padres se acercan al Templo con el niño, no
salen a su encuentro los sumos sacerdotes ni los demás dirigentes religiosos.
Dentro de unos años, ellos serán quienes lo entregarán para ser crucificado.
Jesús no encuentra acogida en esa religión segura de sí misma y olvidada del
sufrimiento de los pobres.
Tampoco vienen a recibirlo los
maestros de la Ley que predican sus “tradiciones humanas” en los atrios de
aquel Templo. Años más tarde, rechazarán a Jesús por curar enfermos rompiendo
la ley del sábado. Jesús no encuentra acogida en doctrinas y tradiciones
religiosas que no ayudan a vivir una vida más digna y más sana.
Quienes acogen a Jesús y lo
reconocen como Enviado de Dios son dos ancianos de fe sencilla y corazón
abierto que han vivido su larga vida esperando la salvación de Dios. Sus nombres
parecen sugerir que son personajes simbólicos. El anciano se llama Simeón (“El
Señor ha escuchado”), la anciana se llama Ana (“Regalo”). Ellos representan a
tanta gente de fe sencilla que, en todos los pueblos de todas los tiempos,
viven con su confianza puesta en Dios.
Los dos pertenecen a los ambientes
más sanos de Israel. Son conocidos como el “Grupo de los Pobres de Yahvé”. Son
gentes que no tienen nada, solo su fe en Dios. No piensan en su fortuna ni en
su bienestar. Solo esperan de Dios la “consolación” que necesita su pueblo, la
“liberación” que llevan buscando generación tras generación, la “luz” que
ilumine las tinieblas en que viven los pueblos de la tierra. Ahora sienten que
sus esperanzas se cumplen en Jesús.
Esta fe sencilla que espera de Dios
la salvación definitiva es la fe de la mayoría. Una fe poco cultivada, que se
concreta casi siempre en oraciones torpes y distraídas, que se formula en
expresiones poco ortodoxas, que se despierta sobre todo en momentos difíciles
de apuro. Una fe que Dios no tiene ningún problema en entender y acoger.
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