Reflexión inspirada en el evangelio de Juan 21, 1-19
El canadiense B. Lonergan ha sido el último teólogo que ha recordado de manera penetrante que «creer es estar enamorado de Dios». ¿Qué puede pensar hoy alguien que escuche esta afirmación? Por lo general, los teólogos no hablan de estas cosas, ni los predicadores se detienen en sentimentalismos de este género. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa puede ser confiarse a un Dios que es sólo Amor?
El canadiense B. Lonergan ha sido el último teólogo que ha recordado de manera penetrante que «creer es estar enamorado de Dios». ¿Qué puede pensar hoy alguien que escuche esta afirmación? Por lo general, los teólogos no hablan de estas cosas, ni los predicadores se detienen en sentimentalismos de este género. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa puede ser confiarse a un Dios que es sólo Amor?
Nada nos acerca con más verdad al
núcleo de la fe cristiana que la experiencia del enamoramiento. La idea no es
la «genialidad» de un teólogo piadoso, sino la tradición constante de la
teología mística que arranca del cuarto evangelio: «Como el Padre me ha amado,
así os he amado yo: permaneced en mi amor».
El enamoramiento es, probablemente,
la experiencia cumbre de la existencia humana. Nada hay más gozoso. Nada llena
tanto el corazón. Nada libera con más fuerza de la soledad y del egoísmo. Nada
ilumina y potencia con más plenitud la vida. Los místicos lo saben. Por eso,
cuando hablan de su fe y entrega a Dios, se expresan como los enamorados.
Se sienten tan atraídos por Él que
Dios comienza a ser el centro de su vida. Lo mismo que el enamorado llega a
vivir de alguna manera en la persona amada, así les sucede a ellos. No sabrían
vivir sin Dios. Él llena su vida de alegría y de luz. Sin Él les invadiría la
tristeza y la pena. Nada ni nadie podría llenar el vacío de su corazón.
Alguien podría pensar que todo esto
es para personas especialmente dotadas para vivir el misterio de Dios. En
realidad, estos creyentes enamorados de Dios nos están diciendo hacia dónde
apunta la verdadera fe. Ser creyente no es vivir «sometido» a Dios y a sus
mandatos. Antes que nada, es vivir «enamorado» de Dios.
Para el enamorado no es ningún peso
recordar a la persona amada, sintonizar con ella, corresponder a sus deseos.
Para el creyente enamorado de Dios no es ninguna carga estar en silencio ante
él, acogerlo en oración, escuchar su voluntad, vivir de su Espíritu. Aunque lo
olvidemos una y otra vez, la religión no es obligación, es enamoramiento.
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