Reflexión inspirada en el Evangelio según San Juan. 6, 24-35
Trabajen... por el
alimento que perdura.
Cuando observamos que los años van
deteriorando inexorablemente nuestra salud y que también nosotros nos vamos
acercando hacia el final de nuestros días, algo se rebela en nuestro interior.
¿Por qué hay que morir si desde lo hondo de nuestro ser algo nos dice que
estamos hechos para vivir?
El recuerdo de que nuestra vida se va
gastando día a día sin detenerse, hace nacer en nosotros un sentimiento de
impotencia y pena. La vida debería ser más hermosa para todos, más gozosa, más
larga. En el fondo, todos anhelamos una vida feliz y eterna.
Siempre ha sentido el ser humano
nostalgia de eternidad. Ahí están los poetas de todos los pueblos cantando la
fugacidad de la vida, o los grandes artistas tratando de dejar una obra
inmortal para la posteridad, o, sencillamente, los padres queriendo perpetuarse
en sus hijos más queridos.
Aparentemente, hoy las cosas han
cambiado. Los artistas afirman no pretender trabajar para la inmortalidad, sino
sólo para la época. La vida va cambiando de manera tan vertiginosa que a los
padres les cuesta reconocerse en sus hijos. Sin embargo, la nostalgia de
eternidad sigue viva aunque, tal vez, se manifieste de manera más ingenua.
Hoy se intenta por todos los medios
detener el tiempo, dando culto a la juventud y a lo joven. El hombre moderno no
cree en la eternidad y, al mismo tiempo, se esfuerza por eternizar un tiempo
privilegiado de su existencia. No es difícil ver cómo el horror al
envejecimiento y el deseo de agarrarse a la juventud lleva a veces a
comportamientos cercanos al ridículo.
Se ha hecho a veces burla de los
creyentes diciendo que, ante el temor a la muerte, se inventan un cielo donde
proyectan inconscientemente sus deseos de eternidad. Y apenas critica nadie ese
neorromanticismo moderno de quienes sueñan inconscientemente con instalarse en
una «eterna juventud».
Cuando el hombre busca eternidad, no
está buscando establecerse en la tierra de una manera un poco más confortable y
durar un poco más que en la actualidad. Lo que el hombre anhela no es perpetuar
para siempre esa mezcla de gozos y sufrimientos, éxitos y decepciones que ya
conoce, sino encontrar una vida de calidad definitiva que responda plenamente a
su sed de felicidad.
El evangelio nos invita a «trabajar por
un alimento que no perece sino que perdura dando vida eterna». El creyente es
un hombre que se preocupa de alimentar lo que en él hay de eterno, enraizando
su vida en un Dios que vive para siempre y en un amor que es «más fuerte que la
muerte».
AGOSTO NAZARENO EN PUNTA ARENAS