Reflexión inspirada en el evangelio según san
Lucas 3,15-16. 21-22
Tú eres mi Hijo amado.
No es
fácil analizar la soledad. Probablemente, todos la hemos experimentado en algún
momento. A veces la tememos, otras, la buscamos, casi siempre huimos de ella.
Una cosa es estar solo y otra «sentirse solo». Según todos los indicios, cada
vez son más los que se sienten solos en nuestros días.
La
soledad es vivida casi siempre como fuente de tristeza y sufrimiento. La
persona sola siente la ausencia de una compañía amistosa. No conoce el amor ni
la acogida. No se puede confiar a nadie. No tiene con quién compartir su vida. A. Machado decía que «un corazón solitario no es un corazón».
El
problema es que, de alguna manera, todos estamos solos en la vida. Sin duda,
tenemos amigos. Hay personas que nos aprecian y quieren. Pero, en el fondo,
cada uno vive y muere desde su propia soledad. Es verdad la afirmación de Hölderlin: «Ser hombre es estar profundamente solo.» Por eso, es tan
importante saber qué hace el individuo con su soledad.
La
primera reacción suele ser casi siempre huir. Pocas cosas le resultan al ser
humano tan duras como el estar a solas consigo mismo. Los recursos son bien
conocidos. El más frecuente es la diversión. Estar ocupados en algo para no
tener que pensar en nosotros mismos. Meter ruido para no oír nuestra soledad.
Otro
camino es buscar, a toda costa, la compañía de otros. El resultado puede ser
lamentable. Cuando las personas se juntan sólo para huir de su propia soledad,
lo que surge es una sociedad de hombres y mujeres solitarios, compuesta por
individuos «sin rostro», configurados por la moda y los tópicos. Seres anónimos
que se aglomeran los unos junto a los otros, pero que no aciertan a
encontrarse.
Sin
embargo, la verdadera superación de la soledad sólo se da en el encuentro. Y «encontrarse» es mucho más que verse,
oírse o tocarse. Lo decisivo es dialogar y compartir. Experimentar la mutua
acogida y la comunicación confiada. Amar y ser amado.
Pero no
hemos de olvidar que en el ser humano hay una soledad última que nada ni nadie
puede curar. Una soledad que únicamente Dios puede acompañar. Por ello, ésa es
probablemente la experiencia más básica del creyente: no sentirse solo.
Escuchar en el fondo de su ser lo mismo que escuchaba Jesús: «Tú eres mi hijo amado.» Esta podría ser
una buena definición del creyente: «Un
ser que se sabe amado por Dios. »